Columna publicada el sábado 21 de noviembre de 2020 por La Tercera.

El único momento en que el Congreso de la República logró alguna tracción y respetabilidad popular durante los últimos años fue el acuerdo del 15 de noviembre de 2019. Ese día sus actos tuvieron autoridad, y desactivaron una escalada violentista que podría haber terminado por hundir la democracia. Sin embargo, al poco andar, sus dinámicas volvieron a la pendencia indecente, la robada de cámara y el garabateo tuitero.

Muchos políticos no entienden que sólo las élites están polarizadas, mientras que las mayorías están cansadas, indignadas y expectantes de soluciones concretas. Que la expectativa popular sobre los representantes no es que hagan mímica de la indignación, sino que sobria y seriamente trabajen sobre sus causas. No es más chimuchina y más escupo lo que se espera de ellos, sino trabajo, acuerdos, visión de futuro. No les pagamos millones de pesos por sus lágrimas de cocodrilo.

La incapacidad para hacerse cargo de esta expectativa ha parido un verdugo de la clase política: la diputada Pamela Jiles. ¿Es una revuelta? No, señor: es un reality. Su rol es organizar la humillación mediática de sus pares, dándole forma de reality show al Congreso. Es la conductora del programa de entretenimiento más caro y absurdo de nuestra historia. Uno donde políticos decadentes compiten en maltrato y vulgaridad para buscar patéticamente el favor popular. Y mientras más se esfuerzan en ello, más miserables y despreciables se ven.

Jiles ejerce su cargo como profesional, porque lo es. Es una experimentada empresaria de la farándula, esa forma de distracción de masas basada en el sadismo, el morbo y la denigración. El circo romano del capitalismo chatarra, donde personas desgraciadas compiten por rating y “fama” presentándose a sí mismas como objetos de consumo que son preferidos o descartados por los espectadores. Este opio de las masas ha sido, gracias a Jiles, precipitado contra las propias élites. Y ella dirige el programa, pero no lo montó. Sus ingredientes estaban ahí, a la espera de algún productor.

El problema, por supuesto, es que este gozo perverso sale caro. Podemos entretenernos con la vejación de los congresistas, divertirnos viendo cómo se destruyen entre ellos, pero debemos recordar que junto con ellos se derrumban instituciones sin las cuales la democracia deja de existir. Es un deber republicano terminar con el reality. ¿Pero cómo?

Combatir la acción destructiva de Pamela Jiles no es pelear contra contenidos específicos, porque no los tiene. Es enfrentar una forma: la del espectáculo de humillación capitalista. Forma que la diputada no trajo al Congreso, sino que venía ganando fuerza ahí desde mucho antes. El único remedio contra él son la sobriedad, la seriedad y la ejemplaridad. Sólo si los representantes y los partidos se toman en serio a sí mismos y su trabajo, en vez de buscar votos a cualquier precio, el resto también lo hará. Los votantes, en tanto, tenemos el deber de no elegir ni reelegir payasos, porque el chiste, al final del día, somos nosotros, que los elegimos para reírnos, pero terminamos cosechando frustración y resentimiento. Si no dignificamos la política, no podemos esperar después que sea una fuente de dignidad para todos.