Columna publicada el jueves 5 de noviembre de 2020 por el diario de la Universidad de Chile.

Fue difícil dormir la noche del 25 de octubre. Las bocinas de los autos sonaron hasta la madrugada y en el ambiente había una sensación de esperanza y desahogo que inundaba incluso a quienes anulamos y éramos escépticos tanto del apruebo como del rechazo. No es menor que en medio de una pandemia y una crisis de legitimidad sin precedentes votara la mitad del padrón electoral; tampoco es común que la participación creciera en aquellas comunas vulnerables que encarnan gran parte de los asuntos pendientes de nuestra transición.

La esperanza, además, se fortalecía si interpretábamos el triunfo del apruebo en su mejor versión posible: como una tregua del quiebre entre política y sociedad, como la voz de una ciudadanía que, desechando los ánimos refundacionales que hablaban de guillotinas y revoluciones, había optado por el camino de la institucionalidad política. Esa noche del 25 pensábamos que algo cambiaría, que quizás con el abultado resultado se podía comenzar a cimentar el camino para la única –y, tal vez, última– oportunidad de resolver nuestra crisis.

A casi tres semanas de la elección, la ilusión que provocó el plebiscito empieza a desvanecerse, y vuelven una y otra vez –como en un disco eterno– las dinámicas que nos condujeron a que el porcentaje de aprobación del Congreso, del Presidente y de los partidos pudiera contarse con los dedos de una mano. En otras palabras, la esperanza del 25 de octubre se está agotando y a nuestros dirigentes parece no importarles.

La izquierda, por su parte, sigue capturada por aquellos sectores radicales cuyo objetivo principal es debilitar al Ejecutivo hasta derribarlo. A través de acusaciones constitucionales injustificadas y cambios en las reglas de la Convención que intentan mostrar una unidad a todas luces ficticia, la oposición está hundiendo el barco en que también navegan, creyendo ingenuamente que si logran más de 2/3 en la elección de convencionales –o si renuncia el Presidente– van a poder sacarlo a flote en medio del naufragio y la tormenta. Como apuntó Tocqueville en sus memorias sobre la revolución de 1848: “Celebráis que haya sido derribado el gobierno, pero ¿no os dais cuenta de que es el poder mismo el que está por los suelos?”.

En lugar de poner la cuota de moderación que sí tuvieron hace 30 años (pero que hoy les avergüenza), los próceres de la Concertación están dispuestos a olvidar su legado y a entregarle el control total de la agenda política a la misma izquierda radical que lleva casi una década despreciándolos. Así, mientras Heraldo Muñoz se disfraza de la señora Juanita, renegando de toda una vida dedicada a la política y al servicio público, Ricardo Lagos habla de la Constitución de Pinochet como si el 2005 no hubiera existido.

La situación en La Moneda no es muy distinta. Basta ver las casi nulas reacciones que generó el discurso del Presidente luego del plebiscito para notar que está sumido en la intrascendencia. Las ambigüedades y contradicciones en muchas materias relevantes para su electorado, la dificultad para fijar un rumbo, anticiparse a los conflictos y evitar los constantes errores comunicacionales, han ido convirtiendo al Ejecutivo en un obstáculo para las pretensiones de su sector de cara a la elección de convencionales. La coalición está en una encrucijada de la que es muy complejo salir, pues para lograr una votación contundente en abril debe ser capaz de armar un proyecto político que marque distancia del Presidente y su entorno. Sin embargo, los embates de la oposición –oscurecidos por pasiones antidemocráticas– la obligan a poner todos sus esfuerzos en proteger a un Ejecutivo que cuesta mucho defender.

Aunque es complejo satisfacer las inmensas expectativas de la ciudadanía en el proceso constituyente –especialmente si a la Constitución se le atribuyen poderes casi mágicos–, nuestra clase política debe intentar encauzar las principales razones del malestar. La única oportunidad para ello es a través de una deliberación coordinada y con altura de miras entre el Ejecutivo, el Congreso y la Convención. Pero tal como están las cosas hoy en izquierdas y derechas, eso suena a utopía ingenua.