Columna publicada el domingo 1 de noviembre de 2020 por El Mercurio.

Como nunca, el plebiscito dejó a la vista todas y cada una de las fracturas de nuestra derecha. Por de pronto, una división estructural que la dejó partida en dos. Luego, una singular configuración del electorado del Rechazo, con alta concentración en las tres comunas del antiguo distrito 23. A esto debe añadirse una figura presidencial sumida en la irrelevancia. Vale la pena interrogarse por estas dificultades porque, más allá de las urgencias electorales, si la derecha no logra rearmarse en los meses que vienen, corre el riesgo de quedar fuera de un nuevo ciclo que puede durar varias décadas.

El problema, como hemos visto, tiene múltiples dimensiones. La primera de ellas guarda relación con cierta desconexión entre parte de la dirigencia oficialista y su propio electorado. En efecto, si muchos líderes del sector optaron por el Rechazo fue, entre otros motivos, porque supusieron que la porción más relevante de sus votantes optaría por esa alternativa. Hoy sabemos que no fue así: alrededor de la mitad de la derecha votó Apruebo (o ni siquiera se molestó en sufragar). Y esto nos lleva a la desconexión de las tres comunas, que es manifestación de lo mismo. Por supuesto, no se trata de enarbolar discursos odiosos, como si la opción Rechazo no hubiera sido legítima, pero acá hay una tensión objetiva del oficialismo: está desconectado del país y de sus votantes. Dicho de otro modo, una porción significativa de los simpatizantes de derecha piensa que el actual ciclo está agotado y que el sistema requiere cirugía mayor. Y solo tres comunas no están de acuerdo: difícil negar que allí hay un vínculo que se rompió, y que es urgente reconstituir.

La tarea es enorme, pero debe arrancar de una constatación: el domingo parece haber fallecido definitivamente la peregrina idea según la cual el malestar —como quiera que se le entienda— es fruto de un invento de la izquierda o de ciertos intelectuales. Quien quiera influir en el futuro tendrá que admitir ese hecho. La dificultad estriba en que buena parte de la derecha tiene una imposibilidad conceptual para siquiera percatarse de esto (de allí la abundancia de teorías conspirativas). Este Chile simplemente no puede entenderse con “La revolución silenciosa”, ese libro en el que Joaquín Lavín dibujaba una modernización feliz y armoniosa articulada en torno al consumo. Es cierto que cierta izquierda no mostró demasiada lealtad con la democracia y que la violencia fue un factor desencadenante de la crisis de octubre —¿cómo es posible que aún no sepamos quién quemó el metro?—, pero había en Chile demasiadas tensiones acumuladas. Ya no se puede afirmar, como lo hacía un destacado senador oficialista el 2011, que basta con apretar los dientes y aguantar el chaparrón: o bien la derecha cambia su caja de herramientas, o bien quedará marginada.

Desde luego, el Presidente ha jugado un papel relevante en este bloqueo conceptual, pues ha sido la figura dominante de la derecha en los últimos quince años. Guste o no, sus gobiernos serán recordados como una muestra de inaudita obcecación. En nuestra historia, nadie había puesto tanto empeño en negarse a comprender lo que ocurre en el país. Recordemos, sin ir más lejos, que este gobierno se inauguró con el lema (vacío) de una supuesta segunda transición, y con un gabinete que se jactaba de no tener complejos. La ilusión consistía en volver a 1990 sin tener ni el talento ni el carácter ni la lectura adecuada de la realidad. El desastre está a la vista.

Ahora bien, el gran riesgo del segmento de la derecha que ha percibido estas tensiones es sumarse al diagnóstico de la izquierda en lugar de elaborar uno propio. Esta alternativa es peligrosa, porque implica una abdicación intelectual que tendrá consecuencias graves en la discusión constitucional. En este punto, el desafío pasa por recuperar ciertas fuentes intelectuales que, durante décadas, han sido ignoradas. Hay pensadores que podrían contribuir a comprender el momento sin necesidad alguna de tomar prestadas categorías del adversario. Allí están, para quien quiera leerlos, los trabajos de Mario Góngora, Gonzalo Vial y Pedro Morandé, por mencionar tres ejemplos significativos. Solo así, creo, la derecha estará en condiciones de ofrecer un discurso político que le hable al Chile actual, y que no signifique una renuncia a su historia y tradición. Pero nada de esto podrá hacerse si siguen primando las categorías noventeras que han sido, precisamente, las que han estrechado la mirada, hasta encerrar a la derecha en un callejón sin salida.

A partir de lo dicho, podría concluirse que la izquierda está en una posición inmejorable para lo que viene. Esto es cierto, pero solo en parte: es verdad que la desconexión afecta más a la derecha, pero en rigor el distanciamiento de la ciudadanía es transversal, y toca a todas las frondas: las élites políticas y culturales de la izquierda también están concentradas en el distrito 23. De hecho, el clima de guerrilla fomentado por la oposición marca un contraste muy fuerte con la elección del domingo: millones de chilenos votan en paz, mientras políticos se sacan los ojos. Si acaso es cierto que la derecha debe salir de su encierro doctrinario y sociológico, la izquierda debe comprender que tensionar indefinidamente al sistema solo erosiona las posibilidades de un proceso constituyente exitoso. A veces, administrar el éxito no es más fácil que administrar la derrota.