Columna publicada el jueves 19 de noviembre de 2020 por el diario de la Universidad de Chile.

Pasé mi infancia en Viña del Mar, en un barrio que ya no existe. Recuerdo que con mi familia nos tuvimos que ir de ahí porque la depredación inmobiliaria –exacerbada por la oscura administración de Virginia Reginato– fue derribando de a poco todas las casas y cambiándolas por edificios desproporcionados, strip centers y negocios traídos desde Santiago. De hecho, el lugar donde viví por muchos años hoy es una automotora que no respeta ni siquiera el espacio de las veredas por donde transitan los pocos vecinos que van quedando.

En casi todas las ciudades de nuestro país han ocurrido situaciones parecidas a la de Viña. La modernización de las últimas décadas no tuvo piedad con la vida de barrio, pues en muchas ocasiones la primacía de lo económico no dejó espacio para considerar otros factores a la hora de pensar las ciudades. Durante bastante tiempo la planificación de la vida urbana se ha parecido demasiado a un juego de Monopoly, donde algunas inmobiliarias –con la gentil colaboración de los municipios– se dedican a comprar barato para vender caro y mal, como si en esas decisiones no se jugara parte importante de la calidad de vida de la gente (y también de la rabia que se venía acumulando).

Muchos lectores pensarán que exagero, que esto es melancolía por el ayer, que estoy cultivando un pesimismo al estilo del poeta Jorge Teillier e intentando regresar por todos los medios a la aldea donde alguna vez fui feliz. Aunque me gusta mucho Teillier, esto no es pura nostalgia. Según el sociólogo Peter Berger, el individuo de la sociedad moderna necesita de estructuras intermedias como el barrio, pues ellas le otorgan sentido e identidad a su vida. Ni el Estado –una megaestructura incapaz de proveer un significado existencial– ni el desarrollo puramente individual –que lo aísla de la comunidad a la que pertenece– son suficientes para dotar al hombre de un camino que lo conduzca hacia su propia realización.

Todo lo anterior se vuelve aún más complejo si consideramos otro problema de nuestra vida en las ciudades: la segregación territorial. En Santiago, por ejemplo, no solo se destruyen barrios emblemáticos o se construye sin ningún criterio –recordemos los famosos “guetos verticales”–, sino que tampoco existen instancias para que las personas de los sectores acomodados puedan vincularse de tú a tú con quienes vienen de las comunas más pobres. Dada la manera en que está pensada la ciudad, estos últimos dialogan con quienes tienen mejores condiciones de vida porque, en general, trabajan para ellos, atienden los servicios que usan o cumplen con las tareas que nadie más quiere hacer.

Según el pensador estadounidense Christopher Lasch, la escasez de espacios de encuentro donde el tamaño de la billetera no importa –él los llama “terceros lugares”– es lo que explica, en parte, la enorme distancia entre las élites y el resto de la ciudadanía. Propiciar estos lugares, entonces, permitiría construir lenguajes compartidos que se alejen de los prejuicios y estereotipos que provocan las diferencias socioeconómicas. En otras palabras, allí donde existen espacios para conocer al otro de forma horizontal, deja de tener sentido tildarlo de facho pobre o de guatón con hambre.

Abordar la segregación, la destrucción de nuestros barrios y el abuso inmobiliario no es solo un asunto de justicia distributiva, sino que también se transforma en un imperativo para resolver algunas tensiones relevantes de nuestra crisis social. De hecho, estos problemas se cruzan también con otros que no dependen solo del Estado, como la desigualdad en el trato, la corrupción municipal, la anomia social o la falta de escrúpulos de algunos empresarios. Para resolver todos ellos no podemos olvidar que un nuevo pacto social es mucho más que una nueva Constitución.