Columna publicada el domingo 4 de octubre de 2020 por El Mercurio.

“Nosotros estábamos ahí, dejados como un novio, una novia a pocos metros del altar”. Con esas palabras, llenas de congoja, Heraldo Muñoz intentó dar cuenta del bochorno protagonizado esta semana por la oposición en la inscripción de listas para primarias municipales y regionales. No hubo acuerdo, y la responsabilidad sería de quienes, estando comprometidos, no llegaron a formalizar la relación.

Desde luego, la metáfora abre una serie de preguntas. ¿Cuáles eran las expectativas de Heraldo en el altar? ¿Por qué llegó el novio a esa situación imposible? ¿En qué promesas había confiado antes? Por de pronto, debe decirse que el mundo de Heraldo Muñoz estaba esperando algo muy extraño: el consentimiento de quienes siempre los han mirado con desprecio desde la superioridad moral. Nunca ha sido un misterio para nadie que el Frente Amplio aspira a construir su proyecto sobre las ruinas de la vieja Concertación. La humillación de Heraldo tiene entonces algo de masoquismo.

Para explicar cómo se llegó a este punto, es necesario retroceder en el tiempo. Este proceso se inició el año 2011, a partir de las movilizaciones estudiantiles. En ese momento, lo que había sido la Concertación abdicó —en un abrir y cerrar de ojos— de su obra. Sus dirigentes no resistieron la tentación de sumarse a un movimiento cuya fuerza les pareció irresistible, asestándole de paso un golpe al gobierno de Sebastián Piñera. Pero el costo fue alto, pues asumieron un relato en virtud del cual la Concertación había una sido una traición indigna y repudiable. Sintieron vergüenza de sí mismos, rompieron el hilo con su pasado y, en ese momento, firmaron su sentencia de muerte. ¿Cómo confiar en quien no reconoce la autoría de sus acciones?

No resulta fácil explicar esa súbita abdicación. Puede pensarse que muchos proyectaron sus frustraciones en los líderes estudiantiles. Ellos tenían el coraje de decir lo que otros habían callado, ellos eran izquierdistas de verdad, ellos no habían renunciado, ellos no se habían ensuciado las manos con el poder. El progresista no puede sino venerar a la juventud, portadora de un futuro inmaculado. El resultado fue alimentar el narcisismo de los más jóvenes, en lugar de inscribirlos en la continuidad histórica. El Frente Amplio no llega al altar porque sabe que seguirá siendo cortejado, porque sabe que la legitimidad moral está de su lado, más allá de los resultados electorales. Así se consumó el suicidio político de toda una generación que quedó voluntariamente secuestrada por los líricos. Por decirlo en términos gruesos, la generación que nació entre 1960 y 1980 se condenó a la irrelevancia política —y a esperar en la puerta de la iglesia.

Para averiguar las consecuencias directamente políticas de este cuadro, basta atender un instante a la mesa de la Cámara. Aunque el episodio puede parecer marginal, es síntoma de algo muy profundo. La oposición tiene mayoría entre los diputados, pero ha sido incapaz de ejercer esa mayoría, de transformarla en algo efectivo. Y la culpa no es del binominal, ni de la Constitución, ni del heteropatriarcado, sino de las dificultades objetivas para alcanzar acuerdos mínimos entre quienes tienen diferencias tan profundas como legítimas. La unidad opositora es un espejismo peligroso, que confunde más que orienta. Cabe notar que la oposición cubre un arco que va desde Ciudadanos —fundado por Andrés Velasco— hasta la diputada Claudia Mix, y no hay ingenio que pueda educir desde allí un proyecto político (no basta con las ganas de derrotar a la derecha). Esa falta de coherencia explica que no haya candidatos relevantes entre Lavín y Jadue. En ese sentido, no es casual que la ex-Concertación carezca hasta de nombre: no saben lo que son.

Por cierto, debe añadirse a este cuadro la inmadurez de buena parte del Frente Amplio. Cada uno de sus comunicados exige sesudas exégesis y glosas escolásticas, y su línea política ha sido cuando menos ambigua. Sobre todo, no es nada de claro cuánta vocación efectiva de poder hay en ese conglomerado, en la medida en que la pureza que pretenden encarnar no se aviene con la construcción de mayorías operativas. Si quieren poder, tendrán que sacrificar identidad; y si no quieren poder, tendrán que renunciar a su voluntad transformadora. Con todo, el problema es previo: si ellos se permiten el lujo de jugar con los sentimientos de Heraldo, es porque pueden hacerlo. Alguien los espera, y allí reside su ventaja estratégica. Queda así un enorme vacío en el centro del escenario (que la plasticidad infinita de Joaquín Lavín percibe correctamente). El problema es que una nueva Constitución, con quórum de dos tercios, no podrá elaborarse desde esa polarización. Ese es, creo, el gran misterio del proceso constituyente que se iniciará de ganar el “Apruebo”: no sabemos quién ni cómo estará dispuesto a cruzar el río y construir acuerdos amplios.

Si se quiere, ese es el dilema que enfrentan ahora Heraldo y sus (viejos) socios. ¿Seguirán sufriendo, y esperando en el altar al consorte que nunca llega? ¿O buscarán otro camino, reivindicando su identidad y construyendo un proyecto que no implique renegar de su pasado? ¿Tendrá el coraje esa generación para romper de una buena vez con sus fantasmas y frustraciones adolescentes?