Columna publicada el jueves 8 de octubre de 2020 por The Clinic.

En tiempos llenos de odio y miedo como los actuales, vale la pena pensar en el significado del mal. Esto, porque hacerlo es lo único que previene que confundamos el desacuerdo con el odio.

La Biblia explica el origen del mal a partir de una rebelión angelical. Lucifer, el ángel más bello, lidera a miles de sus congéneres a apartarse de Dios, aún con la certeza absoluta -porque los ángeles poseen conciencia plena del devenir histórico- de que al final serán derrotados. Es decir, de que dicha rebelión es inútil.

¿Por qué insistir en la propia destrucción? Justamente porque el objetivo luciférico es dañar la creación, incluyéndose a sí mismo. La lógica detrás de esto es que si no se puede ser Dios, entonces nada vale la pena. El orgullo y la envidia son el motor final de esta carga sin esperanza hacia la nada.

El mundo de los seres humanos es el campo de esta lucha. Algunos monjes medievales incluso consideraron que la rebelión satánica había nacido cuando los ángeles supieron que Dios se encarnaría en un ejemplar de esta raza inferior y dañada. Malograr a la humanidad, desde ese momento, se habría convertido en el principal objetivo de la legión de los renegados. Y su medio preferente sería el mal consejo, la tentación y la cizaña.

Aquellos con inclinaciones hebraicas pueden aceptar esta historia en su literalidad. Los más helenos se irán por las metáforas y alegorías. Pero lo que nadie puede negar es que el mal opera exactamente de esa manera: atizando sentimientos bajos que al final llevan a la destrucción moral y física del propio portador, que consigo arrastra a otros.

Ya que la naturaleza humana es mimética o imitativa, el juego del mal es conducir esa imitación hacia la violencia destructiva. Esto no es difícil: basta que dos personas deseen el mismo objeto para impulsarlas a aniquilarse mutuamente. O que una admire a otra, al punto de considerar insoportable no ser ella y busque exterminarla para recuperar su ser. La confusión del amor o deslumbramiento por la belleza con la posesión, presente en la mayoría de los abusos sexuales, proviene de esta misma raíz. Hay un veneno que logra convertir los mismos impulsos de identificación que conducen a la bondad, el amor y la entrega, hacia el odio, la envidia y el afán posesivo. Es el mismo pozo de la civilización -que se adquiere y transmite por imitación- el que resulta contaminado. Este es el contenido del paso que separa el amor del odio.

Al confundir nuestra capacidad de amar y degradarla, la presencia de la gracia en el mundo queda oscurecida. Nuestro ser con otros se presenta entonces como el infierno. Los demás se vuelven un mal ineludible, una condena con la que hay que lidiar por obligación. O algo peor. “Estos conchesumadres”, como resuena a menudo.

Al ver a los otros como carga obligada, comenzamos a tratarlos simplemente como instrumento de nuestros deseos. Si nos sirven, y mientras nos sirvan, los toleramos. Si resultan inútiles los descartamos. Si nos obstaculizan, queremos su destrucción.

Mientras más avanza esta disposición vital, más se degrada el orden social. Para tratar así con los otros, debemos representarlos como cosas. Especialmente si deseamos que dejen de existir. Aquí es donde las ideologías nos prestan un gran servicio: ellas nos permiten tratar a otros seres humanos como meros objetos o ideas. O incluso como seres sobrenaturales (como demonios o monstruos).

Esto tiene mucho que ver con el Chile de hoy. Nuestra modernización, de partida, nunca tuvo en el centro una imagen amorosa del ser humano. Es hija de una época brutal, que va más allá de la dictadura. Recordemos que Altamirano y Teitelboim especulaban en los 60 sobre una posible guerra civil “a la española” que pudiera conducir a un triunfo izquierdista como quien proyecta la construcción de un canal. Misma frialdad con la que el almirante Merino llamaba después “humanoides” a sus enemigos políticos.

Uno podría remontarse más atrás, a las oscuridades de la colonia exploradas por José Donoso o, incluso, a la fóbica sociabilidad mapuche, un pueblo donde cada uno trataba de vivir lo más lejos posible de los demás, y que no creía en la naturaleza biológica, sino maléfica, de las enfermedades. Pero no es necesario para efecto de hacer el punto que quiero hacer: nuestra convivencia viene apestada desde muy atrás. Cargamos con una lepra en el corazón.

Esta lepra es la que nos lleva a pensar que todo en el mundo se trata de una dinámica de acumulación o pérdida de poder, porque lo único que le importa al alma corrompida es a quiénes tiene por encima y a quiénes tiene por debajo. Todo es un asunto de estatus personal, de avance o retroceso. Seleccionamos hechos y versiones de hechos en base a este cálculo, que deviene inconsciente. Un carabinero empuja a un niño en medio de disturbios, el niño cae al río Mapocho, el río se tiñe con su sangre. Ocho encapuchados matan a tiros a un trabajador en Collipulli y queman su vehículo a 500 metros de su casa. Todos sacamos ahí pesas y balanzas, sopesando esto, aquilatando lo otro, acusando inconsistencias, rasgando vestiduras y callando según parezca convenir. Todos cómplices. Todos incapaces de poner la humanidad por delante.

El mal en todo esto se solaza. Salen vídeos retocados, versiones alternativas. Cada cual elige el que le sirve mejor. Da lo mismo el niño, da lo mismo el trabajador. Como en una especie de Teletrak del averno, corren las apuestas. Martirologios falsos, victimizaciones patéticas, indiferencias de hielo.

¿Cómo curar el alma de Chile? Lo primero es reconocer que está enferma. Que cada uno de nosotros porta esa enfermedad. Y que los más desesperados entre nosotros quieren agudizarla, radicalizarla hasta su extremo, para ver si el mal se consume a sí mismo, y quizás viene después algo mejor. Porque esa es la falsa esperanza que mueve a los asesinos de Collipulli, así como a quienes creen que las víctimas de la brutalidad policial son una ganancia, una “acumulación”, para la causa. Tanto como a los que piensan que la “mano dura”, violencia que alimenta la violencia, es la salida a cualquier problema.

Si vemos el mal podremos protegernos mejor de él. Y cuidar así a los demás. Para eso tenemos que dejar de adornarlo en nuestra imaginación. Tenemos que ver nuestra propia miseria y aceptar que necesitamos a todos los demás. Y que es posible, aunque difícil, mirarnos y mirarlos con amor. Y construir desde ahí, de a poco, un país donde nos tratemos como hermanos, y no como “estos conchesumadres”.