Texto publicado el martes 27 de octubre de 2020 por La Segunda.

¿Cómo interpretar el categórico triunfo del Apruebo y de la Convención Constitucional? Desde luego, no cabe explicarlo simplemente a partir del clivaje izquierda versus derecha. Por un lado, en Chile no existe partido ni conglomerado con esos niveles de adhesión; por otro, hay seguidores de la opción ganadora desde la UDI hasta el PC (aunque los comunistas, no lo olvidemos, se restaron del acuerdo de noviembre). En rigor, ningún referente político puede apropiarse del resultado del plebiscito. Si de algo pareciera tratarse más bien es de un anhelo transversal de modificaciones profundas a lo largo y ancho del país, salvo una porción minoritaria de los sectores más acomodados. En los términos de Pablo Ortúzar, hoy se requiere un nuevo pacto de clases y, por tanto, una tregua de élites, que permita responder las necesidades y anhelos de las grandes mayorías. Como telón de fondo, se observa una crítica muy aguda a la clase política. La ciudadanía no sólo desea cambios significativos, sino que cree que ellos pasan por discutir las reglas básicas de nuestra convivencia y, además, que este debate exige un órgano distinto al Congreso, sin presencia de parlamentarios en ejercicio (muchos de los cuales ayer celebraban, como si los alegrara el repudio de los electores).

Con todo, el escenario descrito supone más de una paradoja. La alta participación en la consulta constitucional, superando en medio de una pandemia la votación del balotaje entre Sebastián Piñera y Alejandro Guillier, también puede ser leída como una aceptación del camino propuesto por casi todos los partidos con representación parlamentaria para procesar la crisis. En este sentido, la ciudadanía pareciera darle una última chance al desacreditado sistema político. Parafraseando a Sol Serrano, la palabra, el diálogo y la deliberación —la política— vuelven a tener su oportunidad, luego del silencio que marcó el ocaso de la transición y que sólo fue interrumpido por el grito que explotó, con manifestaciones pacíficas y violentas, en octubre de 2019.

Todo esto nos remonta al pasado 15 de noviembre: el itinerario constitucional no fue impuesto por “la fuerza” ni tampoco derivó de manera inmediata de la “voluntad del pueblo”. Porque esta no existe sin representación política —la sociedad es plural, jamás tiene una sola voz—; porque la violencia no indicaba norte conocido ni constructivo; y, sobre todo, porque la demanda constituyente ni siquiera dominaba la vertiente pacífica de la protesta. Basta recordar que la “marcha más grande de Chile” fue tan masiva como inorgánica. Ahí no había voceros ni petitorios definidos, y cada quien podía asistir y clavar su propia bandera, desde las pensiones hasta el problema mapuche. Las diatribas contra la Constitución vigente estaban presentes, pero se perdían entre muchas otras.

¿De dónde surge, entonces, el proceso abierto formalmente con el plebiscito del domingo recién pasado? Hoy, cuando abunda el entusiasmo, conviene volver a recordarlo.

La izquierda ante la crisis

Cuando era indispensable formular una respuesta institucional a la revuelta, las distintas izquierdas apuntaron rápidamente sus dardos a la Carta Fundamental. Aquí confluyen motivos sicológicos, electorales e intelectuales. En general, puede decirse que ya no existe ningún actor relevante de centroizquierda dispuesto a defender la Constitución vigente. Quizá el caso más emblemático sea Ricardo Lagos. El expresidente transitó en pocos años de estampar su firma en ella y anunciar el despunte de la primavera, a considerar que la “principal semilla” del estallido social reside en la misma Carta Magna que antes le producía orgullo. En este fenómeno —que es de Lagos, pero también de su generación— incidió el debate constitucional de los últimos años, pero tanto o más el cuestionamiento lapidario que ha recibido desde 2011 la fenecida Concertación. La transición pactada (el término fue acuñado por Oscar Godoy) ha sido duramente criticada y sus principales protagonistas, sumando y restando, cedieron al diagnóstico de los llamados autoflagelantes luego del movimiento estudiantil.

En este contexto, la Constitución comenzaba a agonizar. Tanto su articulado como los procesos políticos que desde 1989 la fueron modificando simbolizan y reflejan a la perfección la “medida de lo posible”, juzgada como anatema por la nueva izquierda. La trayectoria constitucional de las últimas décadas suponía un acuerdo tácito entre centroderecha y centroizquierda, y una vez que ésta miró con vergüenza o incomodidad su propia biografía, la Carta Fundamental tenía sus días contados. Su legitimidad de ejercicio dependía en buena medida de dirigentes que no sólo fueron perdiendo credibilidad. Además, ellos mismos dejaron de creer en su obra.

Naturalmente, esta dinámica se vio reforzada por las ideas que ha difundido, con progresivo éxito, la nueva izquierda. Aunque los hechos dan cuenta de una evolución pactada durante los años noventa y dos mil, hoy predomina en los cuadros opositores la percepción según la cual el orden constitucional posdictadura habría sido puramente impuesto, sin matices ni excepciones. Ni la apuesta gradual de Aylwin incubada en 1984, ni el plebiscito constitucional de 1989 ni las múltiples reformas posteriores son consideradas como propias por parte de ese mundo. Todas esas decisiones son vistas, en el mejor de los casos, como un mal necesario. El impulso en ese sector corresponde a quienes añoran un nuevo momento cero o derechamente sueñan con una refundación de signo contrario, de la mano de un supuesto poder constituyente originario, sin fundamento en el proceso actual, que se tramita conforme el capítulo XV de la Constitución que (aún) nos rige.

Una de las paradojas del momento que vivimos es que ese tipo de actitudes e ideas dominantes en la oposición pugnan con los acuerdos que exige la redacción de un nuevo texto constitucional. Un claro ejemplo es el exceso de expectativas que se deposita en el proceso y su obsesión con la “hoja en blanco”, olvidando que se trata de un itinerario reglado, y que en última instancia sí existe una regla por defecto: si el proceso fracasa en alguna de sus etapas, seguirá rigiendo la Constitución actual. Si se desea evitar esto y parir una constitución nacida en democracia, como suele decirse, la izquierda necesariamente deberá volver a valorar los vilipendiados acuerdos (y, entre otras cosas, propiciar una votación final del texto: ahí no hay veto, sino garantía de éxito político).

¿Y la derecha?

Con todo, sería un severo equívoco mirar sólo a la izquierda a la hora de preguntarse por las raíces y desafíos del cronograma constituyente. A fin de cuentas, el acuerdo de noviembre fue adoptado por casi todo el espectro político, y la crisis explotó en el gobierno de Sebastián Piñera. ¿Por qué el oficialismo se allanó a esta salida, pese a su sistemática resistencia a adoptar un enfoque reformista en materia constitucional? Por un lado, porque la crisis dejó —salvo honrosas excepciones— perpleja a la derecha: en los momentos decisivos cundieron el desorden, el silencio y la desorientación. El malestar era difuso pero masivo, no un invento de la izquierda o los intelectuales; el gobierno “sin complejos” ya no tenía ningún sentido, los “tiempos mejores” se mostraron como una irónica ilusión sin correlato con la realidad, y así, suma y sigue. Ante ese mutismo era previsible la instalación de un diagnóstico adversario. Por otro lado, nadie tenía claro qué debía hacerse, pero con el paso de los días y semanas se volvió cada vez más notoria la necesidad de articular un compromiso creíble de cambios significativos; un compromiso que la derecha sencillamente no estaba en condiciones de ofrecer ni de encontrar en la caja de herramientas del piñerismo gobernante (ahí se incuba su intrascendencia actual). Si se quiere, se prefirió entregar la Constitución y no la presidencia de la república. Esa era la magnitud de la disyuntiva, agudizada —paradójicamente— por el errático actuar de La Moneda.

Este panorama permite comprender la honda confusión que afectó a la derecha entre el acuerdo de noviembre y el plebiscito del domingo recién pasado. La coalición oficialista tendrá que hacer su inventario y reconocer sus errores para avanzar a buen puerto de cara a la elección de convenciones. A la agria disputa entre sus facciones favorables al Apruebo y al Rechazo, que por momentos la llevó a olvidar su cercanía en términos de contenidos constitucionales —piedra angular de la reconstrucción de la derecha por estos días—, se sumaron otras decisiones o estrategias apresuradas e irreflexivas. Tal vez el caso más notorio haya sido el constante cuestionamiento por parte de cierta derecha a las garantías del proceso. En vez de reivindicar los valiosos límites temporales, procedimentales y sustantivos ya establecidos, muchos asumieron —sin expresión de causa ni justificación fundada— que ellos serían necesariamente vulnerados si ganaba el Apruebo. Y en vez de valorar el carácter representativo del órgano constituyente, se objetó que estaría compuesto por “los mismos de siempre”. ¿Acaso habría sido mejor una asamblea constituyente “ciudadana” o “soberana” como la que soñaban Luis Mesina y la Mesa de Unidad Social?

Otro ejemplo de la desorientación oficialista previa al plebiscito fue la curiosa uniformidad de los partidos de Chile Vamos en torno a la “Comisión mixta” para la segunda papeleta. Teniendo en cuenta que el escenario más probable siempre fue el triunfo del Apruebo, habría sido sano preguntarse cuál órgano constituyente resultaba más convergente con los ideales tradicionales del sector. Después de todo, la Convención Constitucional vencedora asoma más consistente con la separación de poderes y garantiza un funcionamiento regular del Congreso. La derrotada Convención Mixta, en cambio, habría implicado entregarle la conducción del proceso a los mismos diputados y senadores que se han resistido a legislar, que impulsaron el parlamentarismo de facto, que fácilmente habrían caído en la negociación cruzada, etc. En este sentido, la derecha debiera comprender la disputa constituyente como una oportunidad para promover una saludable renovación de cuadros. Pero no sólo eso. Además, el órgano ganador posibilita, aunque sea teóricamente, un parlamento en forma, uno que haga su trabajo y que no esté completamente consumido por la agenda constitucional. Esto es positivo considerando el gran desafío que cruza el proceso constituyente, y que consiste en avanzar en paralelo en muchas otras cosas.

Más allá de la Constitución

En efecto, que ante la crisis haya sido indispensable apostar por una vía política no autoriza ni remotamente a olvidarse de la sociedad que explotó en octubre de 2019. Los partidos con representación parlamentaria jugaron sus cartas conforme podían hacerlo en ese minuto —unidad y fe constitucional en la izquierda, falta de diagnóstico e iniciativas reformistas equivalentes en la derecha—, pero el peor error que podría cometer la dirigencia política es olvidar las complejidades del camino. En palabras simples, el sendero constitucional es uno político y limitado. En el mejor de los casos nos ayudará a organizar y distribuir mejor el poder político, así como a atenuar los fantasmas de Pinochet o la transición (todo lo cual supone priorizar los debates orgánicos y no un discurso lírico en materia de derechos). Esto ya sería bastante considerando el clima imperante en los meses previos, que dificulta una deliberación digna de ese nombre. Pero incluso así estaríamos abordando apenas una pequeña porción de aquello que se ha denominado un nuevo pacto social. Este exige nuevas prácticas culturales, y por tanto excede al Estado, así como nuevas políticas públicas e instituciones acordes al Chile actual, que exceden el ámbito constitucional. Construir todo lo anterior es lento, y supera con creces las posibilidades del proceso constituyente. Si no se subraya esta realidad una y otra vez —si no se avanza en paralelo—, la frustración será el efecto inevitable de este proceso. Bien conducido, en cambio, podría ayudarnos a procesar nuestras crisis de autoridad, de legitimidad y de representación.

A comienzos de los años noventa, el sociólogo Pedro Morandé advertía sobre los riesgos que enfrentaba la nueva democracia chilena. Entre sus prevenciones se encontraba una constatación que haríamos bien en recordar hoy: “en América Latina, cada vez que se produce una gran crisis social y política, lo primero que se piensa que puede arreglarla es una reforma de la constitución o de las disposiciones legales, porque se tiene la convicción de que el arma eficaz del Estado es el texto y de que modificando el texto se va a modificar también la situación social”. Tal como advierte Morandé, no es así, y los mayores interesados en comprenderlo y difundirlo debieran ser aquellos que anhelan un itinerario constituyente exitoso.