Columna publicada el domingo 18 de octubre de 2020 por El Mercurio.

Ha pasado un año desde el 18 de octubre y la oposición aún no cuenta con ningún candidato presidencial competitivo —el alcalde Daniel Jadue ha elegido dirigirse solo a los conversos—. Guste o no, tal es el principal dato de nuestro escenario político. Si acaso es cierto que el Gobierno anda a los tumbos, la oposición no lo hace mucho mejor. ¿Por qué ninguno de sus liderazgos ha podido crecer en un entorno aparentemente favorable a su discurso?

Desde luego, aquí confluyen muchos factores. Por de pronto, en la última presidencial la Nueva Mayoría optó por el camino fácil en lugar de proyectar a alguien hacia el futuro. Además, es muy difícil que una figura pueda encarnar a una oposición en la que coexisten proyectos diversos y contradictorios. No obstante, lo más relevante va por otro lado, pues este fenómeno tiene efectos profundos sobre el sistema. Al no tener candidatos con reales posibilidades, la izquierda parece estar internalizando una derrota en la próxima presidencial. Dicho en simple, está actuando como si fuera a perder; y para tranquilizar su conciencia, cuenta con un mecanismo compensatorio: todas sus esperanzas están puestas en el eventual proceso constituyente. Así, dicho sector está poniendo todas las fichas en la nueva Constitución, olvidando que en un año tenemos elecciones presidenciales.

Esto puede explicar su extraña actitud legislativa: la oposición no está dispuesta a alcanzar acuerdos en ninguna materia relevante, y sigue —salvo contadas excepciones— una política de tierra arrasada: con el Gobierno, nada. Abundan las acusaciones constitucionales, pero se dinamitan una tras otra las vías de entendimiento. Es más, si algún parlamentario opositor sigue un camino distinto, recibe de inmediato una andanada de epítetos por redes sociales. En un mundo donde escasean los argumentos, todo disenso es visto como traición.

Pero ¿podrá la constituyente satisfacer las enormes expectativas que se están transfiriendo hacia ella? Aquí nos topamos con una serie de dificultades. Por un lado, en el nuevo texto no podrá imponerse un programa de izquierda, porque el mecanismo obliga a acuerdos muy amplios. Un poco por lo mismo resulta tan extraño el excéntrico muestrario de reivindicaciones que aparecen en la franja del Apruebo. Una Constitución no es el lugar para que cada cual afirme su identidad particular, sino todo lo contrario: se trata de poner ahí lo común, lo que compartimos. Al menos desde Aristóteles, tal es el sentido último de la política. Esta requiere un esfuerzo deliberativo relevante, que no dialoga bien ni con las listas de supermercado ni con los nichos demasiado específicos.

En rigor, la nueva Carta Magna se está transformando en el nuevo milenarismo de la izquierda. En ella se depositan todas las esperanzas transformadoras y se coleccionan todos los deseos, sin que nadie esté preocupado por articularlos. Si se quiere, es la nueva utopía que cada cual puede dibujar como prefiera. El despertar será duro. Así como está configurado, el ejercicio constituyente será necesariamente frustrante, y podría aumentar el malestar en lugar de conducirlo.

Con todo, el hecho es que alguien tiene que gobernar el país en el intertanto, y la oposición no está muy interesada en esa ingrata tarea. El tránsito hacia la nueva Constitución no tendrá nada de fácil, sabiendo que las urgencias sociales estarán allí, esperando. Sin embargo, la izquierda no quiere colaborar. Dado que no aspira a ejercer el poder en lo inmediato, y pretende modificar sustantivamente el régimen presidencial, no tiene ningún incentivo en facilitarle la tarea al Gobierno —que, desde luego, tiene sus propias responsabilidades en esta historia, y no son menores—. Colaborar hoy implica mostrar que el presidencialismo puede funcionar y, peor, que no todos nuestros problemas son constitucionales. Piñera hoy, y probablemente Lavín mañana, tendrán que arreglárselas como mejor puedan. Allí, me temo, reside el desajuste institucional en el que estamos envueltos. Las oposiciones suelen actuar con la expectativa cierta de acceder al poder, pero si esa expectativa está puesta en otro lugar, el incentivo deja de funcionar, y el sistema entero se desorienta. Donde no hay vocación de poder, tampoco hay vocación de oposición responsable.

Este es también el resorte de la ambigua actitud opositora respecto de la violencia, que resurge una y otra vez como un espectro amenazante. En esta materia, la discusión ha sido circular, con recíprocas e inconducentes exigencias de condena. Pero la cuestión, creo, es algo distinta: no se trata de condenar discursivamente, sino de sacar las consecuencias políticas del reproche. Patricio Aylwin lo tenía perfectamente claro cuando afirmaba, en 1984, que era necesario rechazar el “empleo de la violencia como instrumento de convivencia colectiva, como instrumento para obtener lo que se quiere” (Apsi, N° 154, 15 de octubre de 1984). Esa crítica se traducía en la exclusión política de quienes no estaban en condiciones de suscribir esa tesis: no había espacio para ellos en la mesa. El expresidente tenía auténtica vocación de poder, y no meramente testimonial. En virtud de aquello, sabía a ciencia cierta que el éxito de su proyecto requería dejar fuera a quienes propugnaran métodos violentos. Mientras nuestra oposición no quiera gobernar, nada indica que pueda escuchar la vieja lección de Aylwin.