Carta publicada el lunes 12 de octubre de 2020 por El Mercurio.

Sr. director:

En su carta del sábado, el rector de la Universidad Alberto Hurtado, Eduardo Silva S.J., señala que la subsidiariedad “parece preferir que todo quede en manos de la sociedad, temiendo el necesario aporte del Estado”. Esta afirmación no deja de sorprender. En nuestra esfera pública se ha difundido una concepción errada de este principio —suele entenderse como “Estado mínimo” o restringido al solo ámbito económico—, pero la subsidiariedad jamás ha sido comprendida así en el marco del pensamiento cristiano.

Subsidium significa “ayuda”, y en eso consiste precisamente la subsidiariedad: en ayudar —no sustituir— a las agrupaciones humanas a cumplir sus fines propios. Se trata de proteger la legítima autonomía de las asociaciones humanas, descentralizar la toma de decisiones y, en suma, resguardar la vitalidad de la sociedad civil.

La subsidiariedad, entonces, representa un límite (indispensable) a la acción del Estado, pero también supone su debida intervención, en la medida en que se respeten y favorezcan los vínculos sociales. En principio la subsidiariedad tiende a la autogestión y a la espontaneidad: a que las personas sean protagonistas de sus propio destino, mediante su participación activa en diversa clase de comunidades. Sin embargo, en función de esa misma realidad —la importancia de las asociaciones más cercanas a las personas—, las agrupaciones mayores están llamadas a asistir a las menores, y el Estado no es la excepción.

Que este principio haya sido mal entendido no debiera llevarnos a aceptar el equívoco, sino más bien a reivindicar su genuino significado. Si, como probablemente el Rector Silva coincidirá, muchos problemas del Chile posdictadura se relacionan con la ausencia de un tejido social robusto, se requiere más subsidiariedad; no menos.