Columna publicada el sábado 31 de octubre de 2020 por La Tercera.

Hace poco Giovanna Grandón, la “tía Pikachu”, reveló su intención de ser parte de la convención constituyente. Su motivación, según explicó, es representar a la gente común y corriente. La empuja también el descrédito de las élites políticas. En sus palabras “la gente en los campamentos me decía: usted tiene que ser nuestra representante. Lo que necesitamos es salud, pensiones dignas, vivienda, el agua. Es su lucha, tía. La gente que estudió, que es letrada, nos gobernó durante todos estos años, y en esta situación estamos”.

Giovanna expresa la actual desconfianza en las élites, y también la esperanza de generar “cambios reales y oportunidades”. Sus ganas de participar, por otro lado, validan el cambio por vías institucionales y democráticas. Sin embargo, ella parece tener la expectativa de que si gente normal y de buena voluntad redacta la nueva constitución, todo saldrá mejor. Y esta idea, tristemente, merece dudas.

Los chilenos aprendimos durante los últimos años a desconfiar de los poderosos. Vimos que muchas veces detrás de las palabras lindas y las sonrisas se escondían fines y medios abusivos. Pero ahora, frente al desafío constitucional, toca dar un paso más y comenzar a desconfiar del poder mismo. Porque el fin de las constituciones es organizar el poder público para orientarlo hacia el bien común, pero sabiendo que sus puestos serán ocupados por seres humanos capaces del bien, pero débiles frente al mal. Es decir, sabiendo que la ocasión hace al ladrón, y tratando de minimizar las ocasiones de abuso.

¿Cómo se logra tal cosa? Mediante una delicada ingeniería de división de poderes y pesos y contrapesos. Una en donde, en las palabras de “El Federalista” (que es una verdadera escuela de pensamiento constitucional), “la ambición contrapese la ambición”, donde cada poder que intente sobrepasar sus funciones choque con otro, anulando de esta forma el potencial de abuso.

Contra esta visión, algunos piensan que si se crean poderes amplios y arbitrarios, pero con un fin benevolente, las cosas cambiarán rápidamente para bien. Bastaría que alguien bueno estuviera a cargo. Sin embargo, la experiencia histórica muestra que este tipo de poderes corrompe de inmediato a quienes los ejercen. Luego, desconfiar de los poderosos exige también sospechar de la arbitrariedad bienintencionada.

De esto se siguen dos cosas: primero, que no es de la bondad o raigambre popular de los constituyentes que deberíamos esperar una buena constitución, sino de la calidad del diseño resultante, lo que depende de acuerdos entre expertos bien escrutados por la opinión pública. Y, segundo, que las buenas intenciones, expresadas como “derechos” en el texto constitucional, no aseguran nada concreto. Mejorar aquellas cosas que la “tía Pikachu” menciona depende principalmente de políticas públicas bien diseñadas y ejecutadas a lo largo del tiempo (muchas de las cuales deberían ponerse en marcha ahora mismo), y sólo indirectamente del arreglo constitucional. Hacer el bien, lamentablemente, es mucho más difícil de lo que uno querría. Las constantes calamidades en la historia humana no se han debido, en lo principal, a la escasez de buenas personas o de nobles intenciones.