Columna publicada el lunes 5 de octubre de 2020 por el diario de la U. de Chile.

Sucedió hace solo un par de meses. “Al senador Lagos Weber habrá que entregarle una protección personal porque han sido amenazas bien graves”, decía la presidenta del Senado, Adriana Muñoz. ¿El pecado de Lagos Weber? Proponer una indicación para limitar los efectos regresivos del retiro del 10% de los fondos previsionales. Pasó algo similar con Federico Gutiérrez, juez de Temuco, que decretó arresto domiciliario para Martín Pradenas, presunto violador de Antonia Barra y de otras seis mujeres. En ese caso, manifestantes publicaron su dirección en redes sociales, por lo que varios manifestantes lo visitaron para “apretarlo” por su decisión.

Ambos son casos difíciles. Se trata de asuntos controvertibles, peliagudos, que admiten más de una posición. Junto con eso, quienes estaban a cargo debían decidir su postura en casos de alta connotación pública. Los ojos del país estaban puestos en ellos. Y aquí, lo peliagudo, que se reitera en ambos: parte de la ciudadanía buscó cambiar las decisiones por medio de amenazas bastante directas sobre sus personas.

Esta actitud funadora encuentra en las redes sociales el soporte de expresión perfecto, pues pone las herramientas de conexión virtual –muy positivas en ciertos casos– a disposición de individuos que devienen en turba violenta. No hace falta creer ciegamente en el argumento del documental de moda (The Social Dilemma, disponible en Netflix), para comprender que el algoritmo tiende a seleccionar el contenido más polarizado, y a darle más visibilidad a quienes vociferan. La dinámica de las redes sociales potencia los sentimientos, los purifica y quita complejidad. Así, la sed de justicia se transforma en venganza y revancha, barriendo con todo matiz o garantía procesal. O estás con nosotros, o contra nosotros.

Quizás, todo esto tenga que ver con que la mediación institucional, sea de un juez o un parlamentario, se ha vuelto inaceptable en estos tiempos de horizontalidad absoluta. Pero esa ausencia de instituciones no deja de ser ilusoria. En alguna medida, debemos aceptar que no tenemos, ni podemos tener, el control absoluto de tales actos. El mediador no es un simple empleado de los representados, sino que se parece más a la figura de un traductor, que también puede llenar los vacíos que aparecen en su actividad.

Como si fuera poco, tanto el sistema judicial como político han sido peculiarmente lentos para procesar ambos temas en sus dimensiones más acuciantes. Es evidente que hay un desajuste entre los tiempos institucionales y la inmediatez que exigen los ciudadanos, pero el problema se resuelve en un punto más bien intermedio: agilizar la institucionalidad, ralentizar las expectativas. En cualquier caso, ninguna lentitud traslada el poder de legislar o juzgar a la ciudadanía, ni menos la habilita para exigir tales cambios de actitud por medios espurios.

Todo lo anterior se vuelve particularmente sensible con un proceso constitucional en ciernes. Es cierto que los cambios institucionales más importantes se dan en periodos de conflicto, por lo que habrá que tener algún margen de tolerancia. Pero también debemos precavernos. No será posible llevar adelante una deliberación mínimamente sensata cuando una muchedumbre –no solo figurativa– amenace con arrasar con la oficina de un legislador o convencional cuando formule una opinión discordante. Por eso, quienes están llamados a comandar el proceso político deben saber transitar por esa cornisa amenazante, y proporcionar mecanismos que permitan resguardar a quienes toman tales decisiones.

En 2017, muchos se reían de Eduardo Artés, que en un debate presidencial llamaba a acechar al parlamento. Hoy, de cara a una de las definiciones políticas y sociales más radicales que podría atravesar una sociedad, parece no ser ni tan irreal ni tan irrisorio. El momento exige una definición clara entre quienes están por una conducción del malestar apegada a la institucionalidad de aquellos que, a pesar de sus buenas intenciones, se autoatribuyen la facultad de dictar justicia. Los fines pueden ser legítimos, pero nuestra situación requiere un mínimo acuerdo respecto de los medios, para que ellos también lo sean y no recurramos a la violencia.