Columna publicada el sábado 3 de octubre de 2020 por La Tercera.

“Veintiocho de los 278 programas sociales que funcionan a lo largo de Chile dejarán de operar entre diciembre de 2020 y enero de 2021, debido a los efectos económicos de la pandemia… esto implica disminuir en 938 cupos la atención de 14.076 personas en pobreza y exclusión que atiende mensualmente la fundación en todas las regiones del país, y que totalizan 40 mil al año”. Así comienza el comunicado del Hogar de Cristo publicado esta semana, justo cuando el gobierno presentaba la “ley de envejecimiento positivo”.

Dejar que el Hogar de Cristo decaiga implica perder capacidad instalada para combatir la pobreza más maldita: la que ataca a los que no pueden defenderse. Lo retrocedido, aunque después haya plata, no se recupera rápido. Se destruyen equipos, se pierden espacios y se rompen vínculos con los ayudados.

Esta pérdida de capacidad instalada es especialmente grave considerando nuestra situación demográfica: son miles los adultos mayores que quedarán en la calle durante la próxima década. Esto porque la generación que viene cruzando la barrera de los 70 años es tan numerosa como pobre en relación al Chile actual, cuya capacidad de generar riqueza, además, va en picada.

Parte de la izquierda dirá que el Estado es el que debe ayudar directamente, y no mediante una organización de la sociedad civil. Mucho menos una que lleve el nombre de Cristo. Son los mismos que desprecian la Teletón. Dirán que la nueva Constitución le trae, entre otras muchas maravillas, el derecho a la vejez digna, así que todo mejorará luego.

A ellos les respondería que el Estado tiene miles de preocupaciones, las que jerarquiza normalmente según la capacidad de presión de los grupos interesados. Y que mientras más abarca, menos aprieta. Ni los niños discapacitados, ni los mendigos, ni los ancianos son real prioridad para el poder. Luego, ni el más rico Estado es capaz de ofrecer lo que la sociedad civil especializada puede ofrecer en estos ámbitos. Y no hay derecho constitucional que corrija esto: quienes viven en la miseria no pueden comer ni arroparse con buenos deseos de papel.

Parte de la derecha dirá que en época de vacas flacas le toca a todos apretarse el cinturón. Y que no tienen por qué ayudar a curas rojos. Yo replicaría que el espacio que le sigue en el cinturón a los beneficiarios del Hogar de Cristo es la muerte en la calle. Y que el contacto directo con personas descartadas por la sociedad pone “rojo” a cualquiera, sea de vergüenza o de rabia.

Hoy el Hogar de Cristo se financia con un 45% de aportes privados y sólo un 37% de aporte estatal (más 18% de recursos propios). Quizás es el momento para que el Estado se comprometa a empatar el aporte privado, en vez de disminuir cada año el financiamiento y duplicar las exigencias, como ha pasado.

Los momentos de lucha por el poder como el actual son peligrosos. El deseo de dominar vuelve esclavos a los seres humanos, prometiendo paraísos a cambio de la vida de los más débiles. Y cuando la entregamos, ya es tarde para darnos cuenta de que estamos hechos del mismo material sacrificado. Si consentimos ahora en abandonar mil desvalidos en la calle, será bajo la falsa ilusión de que no somos los siguientes en la fila.