Columna publicada el sábado 26 de septiembre de 2020 por La Tercera.

El judaísmo del Segundo Templo y los primeros cristianos compartían, entre muchas otras cosas, una forma de relacionarse con el Imperio Romano que podríamos llamar “intermediaria”. Se reconocía la autoridad imperial en la medida en que respetara la autonomía de la comunidad en aquellos aspectos regulados por mandato divino. El Reino De Dios, creían ambos grupos, no podía ser construido por medios políticos humanos. Luego, lo correcto era buscar pactos básicos con el statu quo que blindaran, en lo posible, al pueblo elegido, hasta que llegara el momento definitivo.

El tema se complica cuando, impulso misionero paulino mediante, se abre la posibilidad -teórica y remota en principio- de que la cabeza imperial, así como otras autoridades, se convirtieran al cristianismo. El poder político no es uno de los dones del Espíritu depositados en la Iglesia. Luego, dichas autoridades tendrían un pie adentro de la comunidad de salvación y otro afuera, en un terreno que siempre se había asumido ajeno y moralmente pantanoso.

¿Era el Estado imperial un mecanismo adecuado para llevar adelante agendas cristianas? ¿Era razonable pasar de una política intermediaria negativa, de no intervención, a una positiva, de dirección? ¿Cuál debía ser la relación entre la cabeza de la Iglesia y la cabeza del Estado, si quien detentaba el poder temporal era un cristiano?

El principio de subsidiariedad intenta hacerse cargo de estos problemas. De ahí sus dos caras: positiva y negativa. Se le exige al poder estatal relacionarse de manera habilitante con las organizaciones intermedias. Es decir, haciendo posible su despliegue en vez de suplantándolas.

¿Por qué los “cuerpos intermedios” y no simplemente la Iglesia? Básicamente porque la comunidad de salvación es integral: la religión es concebida como una forma de vida, y no como una porción delimitada y abstracta de la existencia individual relativa a participar en ciertos ritos y sostener ciertos discursos. El pueblo de Dios es, efectivamente, un pueblo: no la mera jerarquía eclesiástica. Luego, lo protegido es la posibilidad de vivir cristianamente. De existir como pueblo.

El actual debate constitucional es una oportunidad para que los cristianos volvamos a este asunto. ¿Cuál es la forma del Estado que mejor sirve, en nuestra situación actual, a la expansión y consolidación de formas de vida auténticamente cristianas? Durante décadas hemos visto cómo el culto a la soberanía individual avanza, demandando (a veces sin que sus promotores se den cuenta) un Estado cada vez más total y neutralizante para sostener la soledad artificial del sujeto radical. Vemos también el daño que este culto autodestructivo hace a las personas, progresivamente más atomizadas, debilitadas y alejadas de las fuentes de sentido. Sabemos que la crisis de octubre tiene un gran componente moral.

El fondo real del debate constitucional es antropológico. Esto rara vez se hace visible porque las dos alternativas que se plantean como las únicas posibles (Estado de bienestar y Estado mínimo) conciben de la misma forma al ser humano. Tenemos la oportunidad de exponer ese consenso velado y ofrecer una mejor opción, que se tome en serio la dignidad demandada.