Columna publicada el jueves 10 de septiembre de 2020 por The Clinic.

Cuando la clase política acordó un plebiscito constitucional en medio de la mayor crisis social después de 1973, lo hizo para ganar tiempo. Sin tiempo no hay acción política posible. A esas alturas, dado el pésimo manejo de la situación, sólo la renuncia del Presidente o un plebiscito como el invocado podían devolverle espacio de maniobra a la representación. Se necesitaba desacelerar la historia, devolverle un ritmo más pausado. Y la crisis sanitaria que vino después, como un largo invierno medieval, vino a redoblar este efecto.

Ganar tiempo permite entender el problema en el que uno se encuentra y también proponer salidas a él. Hoy sabemos que hay una crisis social con un fuerte componente institucional: durante los últimos treinta años generamos una enorme y frágil clase media a punta de deuda y promesas de movilidad meritocrática. El frenazo económico y el achatamiento de los horizontes de realización individual terminó por vaciar de credibilidad ese sueño. La mayor clase social del país, demasiado rica para el Estado y demasiado pobre para el mercado, demanda hoy un orden institucional a su medida.

El problema constitucional, entonces, es que las mismas instituciones que sirvieron para sacar a la mitad del país de la pobreza, debido a la falta de reformismo oportuno, se convirtieron en una especie de camisa de fuerza para los antiguos pobres. Y esa falta de reformismo se explica en buena medida por un diseño político (binomnal + quórums especiales + Tribunal Constitucional) que conducía constantemente al empate y a la necesidad de grandes acuerdos. Un diseño que, en otras palabras, generaba dos grandes bloques y subsidiaba al menos voluminoso.

La paradoja es que la estabilidad generada por ese diseño político probablemente tenga mucho que ver con la prosperidad de la transición y con la misma disminución de la pobreza. El consenso y la desaceleración de la política facilitan el progreso material. La Bolivia de Evo Morales fue un gran ejemplo de ello. Pero, tal como Edmund Burke advirtió, un Estado sin medios para reformarse es un Estado que no tiene herramientas para sobrevivir. Un diseño exitoso, pero estático, siempre termina por derrumbarse.

El doble filo de nuestro diseño político permite entender mejor las posiciones que chocan entre el apruebo y el rechazo. ¿Qué se hace cuando un diseño fue exitoso pero dejó de serlo? Toda la izquierda piensa que la época de los parches y extensiones ya pasó: ya nadie cree que la vieja camisa pueda ser adaptada. Aunque se lograra hacerlo, no tendría legitimidad: nadie querría usarla. Parte de la derecha, en cambio, considera que es una excelente camisa, de probada calidad, y que algunos parches y extensiones permitirían hacerse cargo de los problemas sociales de forma más rápida y eficiente. Mucho mejor que el intento por fabricarla entera de nuevo con tela de dudoso origen.

Ambos caminos son muy riesgosos. El del rediseño total amenaza con sobrecargar de expectativas el cambio constitucional. Y el efecto de ello puede ser una peligrosa aceleración política: se le exigiría al nuevo diseño una serie de resultados en corto plazo, probablemente imposibles de proveer. El de la reforma, en cambio, puede efectivamente carecer de legitimidad. En vez de exceso de expectativas, mucha gente puede asumir que de ahí no va a salir nada. Y la vía callejera volvería a legitimarse.

Si ambos caminos son riesgosos, significa que estamos en un momento de peligro. La ausencia de reformas oportunas genera una nivel de presión que se vuelve muy difícil de someter a un ritmo de cambio equilibrado. Tal como el shock demográfico sobre las ciudades del país producto de la migración campo-ciudad a comienzos de la segunda mitad del siglo veinte reventó la máquina institucional, la transición masiva de pobreza a clase media amenaza con reventar nuestro aparato administrativo. Es así que se hunden las democracias.

Este peligro debería ser registrado por la clase política. De lo contrario, pueden convertirse en una nueva generación de representantes incapaces de evitar la dictadura o el Estado fallido. Hasta ahora, su nivel de polarización y levedad no permite un prospecto muy auspicioso. Si uno sigue el debate público da la impresión de que hubiera más ganas de agarrarse a combos que de buscar un orden común que salve la república. Más o menos lo mismo que a comienzos de los 70.

En la búsqueda de esta vía intermedia el actual gobierno podría jugar un rol importante. Hay reformas sociales que es necesario comenzar a impulsar ahora mismo, en paralelo al asunto constitucional. Hacerlo le restaría presión a sus resultados, sin por ello deslegitimarlo. En particular, tres áreas parecen tanto prioritarias como accesibles: salud, previsión y el conflicto en la Araucanía.

El caso de salud creo que es el más claro: una vez que se acabe la cuarentena, no habrá vuelta atrás. Ninguna economía, ni las más ricas del mundo, lo aguantan. Esto exige entonces, ahora sí, una “nueva normalidad”, marcada por el autocuidado y el cuidado mutuo. Y esa distribución del riesgo entre todos demanda un sistema de salud que nos trate efectivamente como iguales en lo sustancial. Dar pasos decididos en esa dirección podría ser el gran legado de Piñera.

En previsión y Araucanía, en tanto, la situación es menos clara que en el caso de salud. Pero se pueden avanzar reformas que llevan dormidas mucho rato en el primer caso -ya lo ha anunciado el gobierno- y preparar parlamentos en el segundo, que permitan escuchar muchas voces que hoy son desconocidas, y comenzar a forjar acuerdos que devuelvan paz a una zona brutalizada por la violencia de grupos minúsculos. Estos parlamentos deben incluir a las autoridades políticas y también a las grandes empresas que operan en la zona.

Sólo el fetichismos constitucional -a favor o en contra- podría negarse a validar los avances en esta dirección. Si es cierto que vivimos una crisis social y que hay demasiadas reformas que no se hicieron a tiempo, estar dispuestos a desperdiciar años antes de emprenderlas es ridículo y suicida. Pensar que la Constitución es un fin en sí mismo en vez de un instrumento para la reforma es hoy equivalente a desear la muerte política del país.

La mejor perspectiva de lo que viene es pensar que muchas reformas sociales e institucionales son necesarias para el ajuste entre estructura institucional y política. Entre ellas se encuentra una reforma total o parcial de la Constitución. Pero esa reforma no es la madre de todas las reformas: es una más. Luego, no hay excusas para perder el tiempo hoy, ahora.

En cuanto al horizonte de las reformas, más vale ser claros: es evidente que nos encaminamos hacia la construcción de una especie de Estado social. Para lograr ese objetivo se requerirá realismo político y tiempo. Hay requisitos materiales y políticos que deben ser tomados en cuenta. En particular, que su construcción deberá responder a criterios de responsabilidad económica y de pluralismo institucional. Si la izquierda insiste en aplastar la autonomía de los cuerpos intermedios y en plantear cambios rápidos que no podemos financiar, el destino es la violencia. Lo mismo si la derecha sigue insistiendo en un Estado mínimo.

¿De qué se trata la construcción de un Estado social? De universalizar de a poco algunos servicios básicos, articulando Estado, mercado y sociedad civil de manera inteligente y respetuosa de sus propias lógicas. De ir creciendo en cobertura en la medida en que se va ganando experiencia y capacidad institucional. De proponernos, de aquí a 20 o 30 años, ser un país con garantías educacionales, sanitarias y laborales adecuadas a las expectativas de la nueva clase media. Y que esa promesa, que ese horizonte, aunque se avance lento hacia él, y aunque izquierdas y derechas disputen su mejor interpretación, sea tan creíble como compartido.

En suma, debemos emprender un peligroso camino entre dos precipicios. Por atrasarnos, se nos hizo de noche. Todos estamos atados: si empujamos al enemigo, caeremos con él. El camino es largo y estamos solos. Nadie lo recorrerá por nosotros. Debemos movernos atentos a no errar la pisada, a ritmo firme pero cauteloso. Si nos detenemos, nos matará el frío o nos botará el viento. Si corremos, nos desbarrancaremos. No hay tiempo que perder. Sabemos, más o menos, adónde vamos. Debemos construir acuerdos mínimos, compromisos básicos, para movernos al mismo ritmo y no terminar muertos en medio de la ruta. La noche se extiende alrededor nuestro, oscura e inmensa. El viento aúlla. Es el momento de nuestra verdad.