Tribuna publicada el domingo 13 de septiembre de 2020 por El Mercurio.

Según el presidenciable comunista Daniel Jadue, queda poco para “tirar al basurero de la historia la Constitución de Pinochet”. Esta clase de ideas se repiten a diario en las redes sociales, y no solo por los sectores más radicalizados. Hasta Ricardo Lagos —el mismo que vaticinó el despunte de la primavera al firmar la Carta Fundamental— ahora cree que la “principal semilla” de la crisis de octubre reside en la “Constitución de 1980” (ya dejó de ser la de 2005). Así, ante la pregunta de por qué la revuelta se encauzó por la vía constitucional, ni Jadue ni Lagos titubean: apuntan con su dedo al legado autoritario. Sin embargo, la respuesta no es tan sencilla.

En efecto, aquí confluyen elementos simbólicos, políticos e intelectuales, que van desde la confianza desmedida en las leyes hasta la ruptura de los consensos del Chile posdictadura. Este fenómeno se vio favorecido por la severa dificultad de la centroderecha para adoptar un sano reformismo institucional —los vetos existieron—, pero también por la permanente ambigüedad discursiva de la actual oposición. Ella suele culpar a los quorum y a la derecha por decisiones que muchas veces avaló o incluso promovió. En este sentido, si se dejó caer la Carta vigente, fue en gran medida por la incomodidad de la centroizquierda con su propia trayectoria biográfica. Veamos.

1980, 1984, 1989

Esta semana se cumplieron 40 años desde que la junta militar plebiscitó su texto constitucional. Como es sabido, lo hizo en “condiciones impropias de un Estado de Derecho”, al decir del historiador Joaquín Fermandois. No hubo registros ni tribunales electorales independientes; tampoco un debate público digno de ese nombre. Además, se empleó una retórica refundacional que repercute hasta nuestros días. La junta aludió a la independencia, a Diego Portales e invocó un supuesto poder constituyente originario (el mismo que hoy embriaga a esa izquierda que anhela una refundación de signo contrario).

Con todo, debe decirse que el texto de 1980 jamás rigió como tal: su articulado central no entró en vigencia ni antes ni después del retorno a la democracia. Mientras en 1981 solo comenzaron a aplicarse sus disposiciones transitorias, en 1989 la oposición democrática y el régimen de Pinochet acordaron un paquete de 54 reformas, incluyendo la eliminación del polémico artículo octavo, que proscribía al PC. Estos cambios fueron ratificados en el masivo referéndum de julio de 1989, con el 91,25% de los más de siete millones de votos, y con un porcentaje de participación impensable en la actualidad.

Patricio Aylwin fue el gran articulador de este proceso. Desde 1984, el expresidente impulsó la idea de aceptar como “un hecho” las reglas constitucionales, eludiendo “deliberadamente” el debate sobre su legitimidad. En ese gesto inicial está incubada toda nuestra transición. Ahora somos muy proclives a mirar sus defectos —que son reales—, pero su apuesta permitió una salida pacífica de la dictadura, una proeza de primer nivel y elogiada en el resto del orbe. Es más, debe decirse también que la estrategia de Aylwin interpretó un deseo masivo de los chilenos: allí no hubo traición, sino alta política. Ello se ve confirmado con su propia elección como presidente, y con las altas votaciones que recibieron en los noventa los partidos identificados con ese camino: nada de esto es un invento. Quizá por eso y por sus culpas del pasado —se trata de la generación que protagonizó el quiebre de 1973—, la nueva democracia valoró esa apuesta gradual, incomprensible para cierta izquierda frenteamplista, tal como a fines de los ochenta la postura de Aylwin era inaceptable para los partidarios de la vía insurreccional.

Los círculos políticos e intelectuales opositores a Augusto Pinochet no tardaron en reconocer que algo relevante había ocurrido en el plano de la legitimidad. Por mencionar solo un ejemplo, para Alejandro Silva Bascuñán los eventos electorales de 1988 y 1989 transformaron “la imposición de un texto en una nueva estructura constitucional firmemente ratificada por la ciudadanía”. Desde Edgardo Boeninger hasta Tomás Moulian, diversos actores públicos se pronunciarían en un sentido similar, con más o menos resignación según el caso. Así tomó forma la Constitución pactada y el consenso que la sustentaba, basado en la democracia republicana y la economía social de mercado como cimientos del orden político.

Pero la legitimidad es dinámica, y no advertirlo a tiempo fue el gran punto ciego de esa generación.

El sueño de la transición eterna

La evolución constitucional continuó durante los años posteriores, y desde luego las reformas más importantes llegaron bajo el gobierno de Ricardo Lagos, quien firmó con orgullo la Carta Magna. Aunque hoy Lagos recele de sus palabras, es indudable que las modificaciones de 2005 fueron significativas: senadores designados, el estatus privilegiado de las Fuerzas Armadas, etc. Sin este episodio no se comprende la configuración actual de diversas instituciones públicas, partiendo por el vilipendiado Tribunal Constitucional, que se fortaleció por el mismo sector que después lo criticaría sin piedad.

Sin embargo, se trató de un cambio restringido a los actores políticos y sus códigos imperantes. El año 2005, nuestros principales dirigentes operaron con la misma lógica de las prácticas noventeras. De hecho, se creyó generar un nuevo orden —la “Constitución de 2005”, la “Constitución de Lagos”— sin siquiera contemplar un plebiscito ratificatorio. Así, el discurso se desacopló progresivamente de la realidad, y las nuevas reformas no llegaron a tiempo. Con esto se perdió, dicho sea de paso, una oportunidad única de articular el sistema electoral y el régimen de gobierno desde una visión de conjunto, lo que está en la raíz del irregular parlamentarismo de facto que irrumpió en 2020.

La transición se terminaría de agotar pocos años después, y todo lo obrado sería revisado con ojos muy críticos. El 2006 estalla la revolución pingüina, el 2009 la Concertación comienza a perder el poder, y ya el 2011 la centroizquierda se avergüenza definitivamente de su obra. Nada de esto se vislumbró cuando Lagos estampó su firma en la Carta Fundamental: los protagonistas de la transición no dimensionaron el paso de los años cuando estaban en primera línea, y luego simplemente renegarían de su legado. Si se quiere, el cuadro político nacional sigue fijado en torno a estos hechos.

La Constitución vigente refleja y simboliza precisamente esa herencia que ahora se repudia, esto es, tanto los acuerdos como las prácticas políticas de casi tres décadas de vida democrática. Es una incógnita si el proceso constituyente será una vía eficaz para canalizar nuestra crisis política, pero una cosa es indudable: más allá de sus méritos, esas lógicas transicionales tenían sus días contados desde mucho antes de octubre de 2019. Ya no podíamos seguir eludiendo deliberadamente nuestro déficit de legitimidad.

Ahora bien, hay un gran peligro envuelto en una discusión constitucional fundada en equívocos o ligerezas. Uno de los motivos que justifican entrar en un proceso constituyente es posibilitar una deliberación política amplia y democrática, pero una deliberación de esa naturaleza requiere ciertas disposiciones, y la sinceridad es la primera de ellas. Si el proceso parte de supuestos falsos, se terminará contaminando todo el debate. No se trata, entonces, de tirar nada al basurero, sino de asumir con honestidad y autocrítica los claroscuros inherentes a la Constitución vigente, que es la Constitución de la transición.