Columna publicada el sábado 12 de septiembre de 2020 por La Tercera.

La Constitución -sea reformada parcial o completamente- debe responder la pregunta por la forma del Estado. Y si uno revisa las declaraciones de todo el espectro político, hay mucho menos divergencia de la aparente en esta materia. Desde Evelyn Matthei hasta Gabriel Boric, todos quieren algo así como un Estado social: un Estado capaz de asegurar prestaciones básicas no sólo a los más pobres. Y es lo lógico: el desajuste entre estructura social y estructura institucional -el problema de tener una clase media mayoritaria demasiado pobre para el mercado y demasiado rica para el Estado- exige extender la cobertura institucional hacia la tierra de nadie donde habita hoy la mayoría del país. No se ven otras alternativas.

El debate, entonces, debería acotarse. La pregunta es qué forma de Estado social es posible y se adecúa mejor a nuestra realidad económica y política. Y aquí es donde la cosa se pone interesante. La izquierda argumentará que lo ideal es un Estado social de bienestar, mientras que la derecha dirá que lo ideal es un Estado social subsidiario. La diferencia entre ambas formas es la intensidad y objetivo de intervención del poder central. El Estado de bienestar reclama exclusivamente para sí ciertas prestaciones. El Estado subsidiario, en cambio, incentiva y respeta la participación de la sociedad civil y del mercado en el esfuerzo por lograr la cobertura necesaria.

La preferencia por el Estado de bienestar tiene que ver con un anhelo de igualdad: que ojalá todos reciban lo mismo de la misma fuente. Un Estado central fuerte, amplio y homogeneizador parece la mejor garantía para que cada individuo esté en condiciones de llevar adelante su proyecto de vida sin perturbaciones externas.

La preferencia por el Estado subsidiario apunta al valor de las organizaciones intermedias en la realización humana. Se considera que el Estado está al servicio de la sociedad concreta y no de individuos abstractos, y que el impulso homogeneizador termina por destruir las organizaciones que le dan sentido y propósito a la vida de las personas.

El eje teórico de la discusión es, así, la oposición entre racionalismo y pluralismo. Y tal como advierte Jacob Levy en su libro “Rationalism, Pluralism and Freedom”, encontrar equilibrios entre ambos polos es lo que todos buscamos, pero es difícil de conseguir. El extremo pluralista puede ser indiferente a las desigualdades que amenazan en orden social: las procesa como diferencia. El extremo racionalista es indiferente a las desigualdades que cuajan el orden social: las procesa como privilegio. Entre medio nos identificamos casi todos, pero la estantería tirita si se nos pregunta dónde exactamente. Un buen ejemplo es el caso mapuche: frente a él la derecha tiende a asumir una perspectiva racionalista, mientras la izquierda una pluralista. Lo que unos le niegan a las Iglesias se lo conceden felices a las etnias, y viceversa.

Pero esto no es sólo un problema teórico: el orden se construirá con los materiales y recursos que hay. Acordar una forma básica y compartida de Estado social implica, entonces, un gran esfuerzo intelectual y político. Este no es el momento para farándula y pobrémicas. ¿Nos daremos cuenta a tiempo?