Columna publicada el viernes 4 de septiembre de 2020 por La Tercera.

El domingo pasado, Pablo Longueira dio una entrevista en la que llamaba a la derecha a apropiarse del apruebo y no tenerle miedo al proceso constituyente: ¿a qué le temen?, se preguntaba en ella. Su aparición fue sorpresiva y, su tesis, ciertamente inesperada viniendo de alguien de su trayectoria y considerando la posición dominante en su partido respecto al plebiscito. Más allá de su apuesta estratégica, hay un punto especialmente interesante en lo que plantea: lo que tendría la derecha es miedo. Debería, entonces, sobreponerse a él y tomar el toro por las astas, pues el miedo, parece ser, no es buen móvil político. La idea de una derecha temerosa no es propia de Longueira, más bien se trata de una crítica generalizada hacia los partidarios del rechazo. La pregunta es, sin embargo, si el miedo puede descartarse sin más como una motivación política.

Por lo general, el miedo paraliza. Muchas veces es mal consejero porque concentra la mirada en un objeto e impide ver más allá. Así, no permite encontrar salida a las situaciones que lo motivan. Alejandro Vigo explicaba hace unos meses en un conversatorio del CEP que el miedo sería una negación de la política, porque lo propio de ella es mantener abierto el horizonte de la reflexión prudencial, mientras que aquel lo estrecha y restringe. El desafío, entonces, es intentar ampliar la mirada y superar el temor paralizante. El miedo a nadar no debe impedir buscar una balsa.

Pero lo anterior no significa que todas las decisiones políticas originadas por el miedo sean erradas o ilegítimas, y menos que éste no tenga ninguna validez como factor para tomar decisiones. El miedo es una reacción frente a algo. Como tal, funciona como alarma ante eventuales peligros, protegiendo de ellos. Lleva, así, a decidirse por determinados cursos de acción, que tienden a evitar aquello que se teme. En ese sentido, el miedo puede servir para controlar daños o evitar consecuencias negativas o indeseadas. Por lo tanto, no es necesariamente puro inmovilismo, sin perjuicio de que exista el riesgo de estrechar la vista a causa de él. Fuera de la vida política sabemos esto muy bien. Los padres, por ejemplo, pueden temer por mil y una cosas que pueden amenazar a sus familias. La analogía con la vida familiar nos recuerda algo plenamente válido en la política: que así como el miedo puede ser asfixiante (llevando al paternalismo o a la incapacidad de afrontar el futuro), también es capaz de despertarnos para reaccionar a tiempo ante una efectiva amenaza.

El miedo de los simpatizantes del rechazo (asumiendo que sea esa su pasión dominante) no debe ser leído entonces como un mero tapón a los procesos democráticos relevantes. ¿A qué le teme el votante del rechazo? Hay varias opciones. Por de pronto, a un proceso inserto en un contexto que no es seguro que pueda ofrecer las garantías mínimas de legitimidad. La excesiva polarización, las funas a los que piensan distinto y los episodios de violencia inevitablemente llevan a preguntarse por las condiciones para una reflexión seria y ponderada en lo que probablemente sea una de las discusiones más importantes de los últimos años. Es posible que también le tema a la eventual falta de liderazgos políticos sólidos en una alicaída derecha (tuvo que resucitar un muerto para que alguien presentara un proyecto claro y ambicioso, con independencia de la opinión que se tenga sobre su postura), y a una izquierda con afanes refundacionales que se ha acostumbrado a evadir el Estado de Derecho y ha transformado las presiones en su carta de juego. Y seguramente le teme a la pérdida de libertades. El miedo del rechazo es a perder un orden político más o menos razonable (no por eso inmejorable) y libertades mínimas que nadie puede asegurar que se mantendrán.

Esto no quiere decir que todo miedo de los partidarios del rechazo sea fundado, ni tampoco pretende negar que exista entre algunos de ellos cierta paranoia inmovilista. Los votantes de esa opción deban elaborar una argumentación fundada y articular una alternativa contundente a los problemas que el proceso constituyente busca resolver. No caben acá las tan nocivas campañas del terror. El punto es que el miedo, que es necesario desafiar, no siempre es sinónimo de parálisis ni de falta de un proyecto político. Por el contrario, puede ser el fundamento de una opción y un proyecto razonables y legítimos. Conviene entonces, dar cuenta de ese miedo y no intentar meterlo bajo la alfombra.