Columna publicada el jueves 16 de julio de 2020 por The Clinic.

Una señora envuelta en una capa rosada atraviesa el hemiciclo gritando. La misma que ofreció “su cuerpo” a un senador a cambio de apoyar la ley que acaban de aprobar en la cámara. Otro hombre mayor, que fue parte del GAP en la época de Allende y luego dirigió bajo Aylwin el organismo antisubversivo conocido como “La Oficina”, insulta al Presidente de la República. Llama al gobierno “inepto, inútil e infeccioso”. El tataranieto de uno de los grandes conspiradores antibalmacedistas de 1891 dice con jesuítico ademán: “todos los que se oponen a este proyecto son parte del 5% más rico de Chile”. Pero ahí todos, todos son parte de ese 5%, porque les pagamos 25 veces el sueldo mínimo para que lo sean. Para que hagan ese show. 

Muchos están felices. Acaban de aprobar un proyecto dañino, pero popular, propulsado por una mezcla de desesperación económica y voto de castigo a las AFP. Les da lo mismo el daño. No estamos en época de conducir a las masas, sino de adularlas. Y ninguno de ellos ni sus familiares sufrirá las consecuencias de lo que votan. Hubo que hacer contorsiones ideológicas, claro. Pero qué importa. En una de esas esta juerga logra unir finalmente a la oposición. En una de esas es la llave maestra para recuperar el botín estatal. En una de esas. París bien vale una farsa.  

Cualquiera que entienda algo de economía y tenga un poco de sentido republicano habrá sentido desde decepción hasta asco y rabia si vio el circo de berridos y escupos del congreso. Pero no debe quedarse ahí. Debe alejarse de ahí. Porque este es el tipo de momento en que el que conserva la calma, gana. Hay que sacar la cabeza del ruido y la challa. Hay que repasar cómo llegamos aquí. Hay que examinar la enfermedad. Partiendo por la crisis de las AFP, que es la punta del iceberg de la crisis de legitimidad del capitalismo en Chile. 

La idea de que el único rol de las empresas es generar la mayor cantidad posible de utilidades fue defendida a brazo partido por, entre otros, Milton Friedman. El supuesto detrás de esta idea es que el dinero es el medio de comunicación más fiable para recoger información del entorno: si gano más, es porque estoy haciendo las cosas bien, lo que significa que los consumidores me prefieren. Y ese es mi rol social: servir a las preferencias de los consumidores de la mejor manera posible. Cualquier otra consideración sería pura especulación arrogante hecha a ciegas. 

Esta idea tiene una serie de problemas. El más fundamental es el sesgo del presente: las utilidades no nos dicen nada sobre la sustentabilidad en el tiempo de una empresa. Y muchas decisiones que generan ganancias rápidas pueden comprometerlas a mediano y largo plazo. Otro problema es que el criterio de utilidad no se pregunta cómo se fabricó la salchicha: perfectamente pueden obtenerse rentas gracias a posiciones monopólicas, colusiones, depredación ambiental o abusos laborales, y en ese caso el indicador deja de funcionar. El dinero, entonces, nos entrega información, pero incompleta. 

Quienes dieron la pelea por legitimar el capitalismo en Chile durante los años 70 y 80 tenían esto claro, pues tuvieron que defender su visión frente a tradiciones en extremo opuestas a él. Dicha legitimación dependió de argumentos que no eran sólo económicos. Se habló de “capitalismo popular”, de trabajadores accionistas y de un país de “propietarios en vez de proletarios”. Se habló del principio de subsidiariedad y de la prioridad ontológica de los individuos. La persona humana, sus necesidades y su florecimiento se supone que estaban en el corazón del nuevo orden, en oposición a la frialdad abstracta e inhumana de la esfera soviética. Obviamente uno observa este entramado argumentativo ahora y saltan a la vista las tensiones y contradicciones: muchas de las piezas están pegadas con chicle. Pero el sentido del esfuerzo dejaba claro que se entendía que las instituciones económicas están siempre incrustadas en las relaciones políticas y sociales. Que no flotan en un vacío imaginario. 

Sin embargo, con la caída de la URSS, bajo el suave manto noventero de los acuerdos, casi todo eso fue olvidado. Nuestra burguesía, al poco andar, se aburguesó. Así, lo que comenzó –al menos retóricamente- como epopeya de hombres libres terminó, aunque en democracia,  en algo parecido al desgano burocrático de los comunismos reales: “Es lo que hay”. 

En el caso de las AFP esta pérdida de ubicación fue evidente: de ser aplaudidos como titanes que defenderían y multiplicarían los ahorros de los chilenos, fueron derivando a compañías más o menos incomprensibles que cada cierto tiempo nos envían unos gráficos que se ven mal, pero asegurando que en el largo plazo vamos como cañón. Y cuando los primeros jubilados comenzaron a salir con pensiones mensuales realmente malas, no hubo alarmas ni sorpresas. La culpa, aclararon las AFP, no era de ellos. De hecho, sin su gestión la pensión sería mucho peor. Lo que pasaba es que los chilenos eran muy pobres, estaban llenos de lagunas previsionales y vivían cada vez más. Y el Estado tuvo que salir a parchar. 

Todo eso, por lo demás,  es cierto. Las AFP efectivamente cumplen su cometido primordial, que es aumentar los ahorros de los cotizantes mediante su inversión. Pero todavía no reconocen su rol social: ellas vinieron a reemplazar un sistema previsional completo. Se supone que las pensiones de los chilenos están bajo su cuidado. Luego, lo lógico habría sido que encendieran alarmas al darse cuenta que los números de la mayoría de los pensionados eran tan malos. Que pusieran el tema sobre la mesa, que movilizaran a la opinión pública, que hicieran visible que cuando nuestros “boomers” se jubilaran, habría una tormenta. Y también, por supuesto, que empujaran todas las reformas posibles a su propia administración, para que cuando esa tormenta llegara, nadie los quisiera usar como chivo expiatorio. 

Lo lógico, de hecho, habría sido que las AFP se convirtieran en duros defensores de los más viejos. Que usaran su leviatánico poder para promover una visión previsional integral, que pudiera paliar en alguna medida las bajas pensiones obtenidas. Después de todo, una vejez con amplios beneficios tributarios, médicos, laborales y de transporte haría que no fuera tan problemático el monto de la pensión. Si lo hubieran hecho, nadie las estaría apuntando ahora con el dedo. Y, muy probablemente, tendríamos sobre la mesa reformas que resultan fundamentales para la sustentabilidad del sistema, como subir la edad de jubilación. Pero todo eso es imposible sin legitimidad social. 

Al igual que muchas otras empresas, las AFP buscaron la legitimidad de manera indirecta. En vez de incorporar su rol social a su modelo de negocios, se esforzaron por estar en buenos términos con los políticos, sin darse cuenta de que ellos son una mera caja de resonancia de la opinión pública. El ridículo máximo de esta estrategia fue incorporar a personajes como Ximena Rincón a los directorios. Nada bueno, nada útil podía salir de ahí. Apenas los vientos de la opinión pública cambiaron, ella fue la primera en clavarles un puñal. Ojalá más empresas que delegan en lobistas y redes políticas su legitimación social tomen nota de lo inconducente de esta estrategia. 

Los demagogos ahora están en las puertas y más allá de las puertas. Su retórica es colorida y absurda. El botín es inmenso. Pero no tienen ninguna propuesta seria para reemplazar a las AFP. Lucran con la nostalgia por el “sistema antiguo” que daba excelentes pensiones a unos cuantos gremios apiñados en algunas “cajas”, mientras dejaba a todos los demás en la calle. 

Sin embargo, puede que ganen. O que hagan, al menos, mucho daño. Y la responsabilidad no es principalmente de ellos –que mucha gracia no tienen-, sino del desgano y lenidad de gran parte de nuestra burguesía empresarial, que olvidó su rol social y, junto con él, desaprendió la lección de que la única manera de evitar las revoluciones es a través de la anticipación y reforma constante. Otro gallo cantaría hoy si se hubieran hecho los ajustes necesarios a tiempo. 

El mejor escenario, por supuesto, es que tengamos una reforma profunda del sistema previsional y que las AFP –o las instituciones que las reemplacen- no inicien esta nueva senda en mal pie. El margen de reforma, a estas alturas, es pequeño y muy costoso, pero existe. Y en él están las pocas esperanzas de quienes esperamos que el país no siga derivando hacia una especie de Argentina sin gracia, sin desenfado y sin música. Una Argentina triste. 

La moraleja general, que va más allá de las AFP, es esta: las empresas que tocan aspectos fundamentales de la vida de las personas y no se toman en serio ese hecho, incorporando su rol social a su modelo de negocios, no son viables en el tiempo. Tarde o temprano, un charlatán las degollará en la plaza pública entre aplausos y risas. La legitimidad del capital no puede depender de los políticos. Debe construirse directamente con las personas a través de la reforma honesta y permanente. Esa es la única lealtad que, en los momentos importantes, cuenta. Y su construcción es política: no se registra en los estados financieros.