Columna publicada el lunes 6 de julio de 2020 por La Segunda.

“Bajo el estado de excepción constitucional no es viable la campaña por el plebiscito”. Esta frase resume una sugerente entrevista del abogado Gastón Gómez, que contrasta con el silencio de nuestros políticos. Ellos, en general, continúan esquivando el bulto, pese a que el inicio de las campañas —a fines de agosto— está a la vuelta de la esquina. Por lo demás, no hablamos de un detractor del proceso constituyente, sino más bien de un partidario. Gómez integró el consejo de observadores de Michelle Bachelet y la mesa técnica que ayudó a implementar el acuerdo de noviembre. 

Con todo, lo principal reside en sus argumentos. Mientras moros y cristianos repiten con fervor que sólo motivos sanitarios justificarían un cambio en el cronograma (como si la medida debiera ser adoptada por un panel de expertos), el constitucionalista subraya la dimensión política del asunto. Mal que nos pese, es muy difícil imaginar una consulta popular digna de ese nombre en medio de un estado de excepción, que limita severamente las libertades públicas. Todo esto se vuelve aún más acuciante si recordamos lo que está en juego en el plebiscito, y cuán indiscutida debe ser su legitimidad.

En rigor, ninguna dimensión de la disputa constitucional admite soluciones meramente técnicas. Es lo que olvidan quienes desean modificar el itinerario sólo a partir de la (innegable) tragedia económica en curso —ni las elecciones ni la libertad política se suspenden por crisis económicas—; y es lo que olvidan también, paradójicamente, varias de las propuestas que buscan mantener intacto el calendario. Después de todo, ¿qué legitimidad tendría en nuestro país un plebiscito con campañas enrarecidas, con un improvisado sufragio electrónico o por correo, y con una posible baja participación ciudadana? ¿No podría eso agravar nuestros problemas? 

La pregunta obvia es qué hacer, considerando que el plebiscito demanda las máximas garantías, y que cualquier alteración en las fechas necesita la venia de todos los firmantes del acuerdo del 15 de noviembre. Aquí precisamente comienza a gestarse la respuesta. Una nueva postergación requiere incluso más generosidad y espíritu republicano que los observados en esa madrugada, en la medida en que supondría una reestructuración del ciclo electoral completo. Y si esto ocurre, tal vez lo mejor sea optar por aquello que a primera vista perjudica a todos los sectores: unir el plebiscito de entrada con las elecciones parlamentarias y presidenciales del próximo año. La cátedra dicta otra cosa, pero quizá sea la única manera de asegurar tanto el amplio debate como la masiva participación que exige esta coyuntura. A fin de cuentas, se trata de aprobar o rechazar una nueva ley fundamental de la república.