Columna publicada el domingo 14 de junio de 2020 por Latercera.com

Quiero comenzar por agradecer la respuesta de Alejandra Matus. La verdad es que no la esperaba, ya que mi artículo –que no era ni un insulto ni un ataque- terminó sepultado bajo toneladas de basura virtual (para abandonar el lenguaje escatológico) en Twitter. Tal situación confirma mi crítica a la lógica maniquea que gobierna esa red, pero el sólo hecho de la respuesta de Matus relativiza la idea de que esté atrapada por dicha lógica.

En el plano metodológico querría distinguir cuatro cosas: qué es el “exceso de muertes”, por qué es relevante medirlo, en qué se diferencia al número de muertos por Covid y dónde parecen estar los errores en la investigación de Matus. El exceso de muertes o de mortalidad se refiere al número de muertes que sobrepasan lo que era esperable para un año “normal”, y que son atribuibles a una crisis específica. Dicha medición permite explorar el impacto global de la crisis en la población. En el caso de una peste, incluye tanto las muertes directas como las indirectas (si alguien, por ejemplo, no pudo operarse del corazón y murió debido al colapso de los sistemas sanitarios debido a la peste, es parte de este dato). Luego, es un criterio muy distinto a los que se utilizan para cuantificar a las personas que mueren directamente debido a la peste. No es que un dato desmienta al otro, sino que son diferentes y sirven distintas funciones.

Los datos sobre muertes directamente causadas por la peste son útiles a la política sanitaria. Permiten identificar brotes, focalizar recursos y tomar una serie de otras decisiones de política pública. Ellos varían de país en país: no hay hoy un criterio unificado al respecto. El criterio recomendado por la Organización Mundial de la Salud es el más laxo: propone asumir como muerto por Covid a cualquier persona que fallezca con un cuadro atribuible al virus, sin que haya un test de por medio. El único país que asume este mismo criterio para hacer el conteo oficial de sus muertos es Bélgica, y por lo mismo tiene el número de muertos por millón de habitantes más abultado de Europa, a pesar de que sus servicios de salud respondieron bien y no hubo situaciones extremas como las vividas en Italia o España. Chile, al igual que casi todos los demás países del mundo, no utiliza el criterio OMS para sus datos oficiales, pero sí lo hace al reportar de acuerdo a las directrices de dicha organización (lo que reveló CIPER hace poco). El debate sobre qué tipo de criterios para identificar y contabilizar muertes es más funcional a una política sanitaria eficiente es muy razonable de dar, pero también es altamente técnico y muy alejado de las vulgares teorías conspirativas que circulan en las redes sociales.

La investigación de Matus es, según ella misma, una sobre exceso de muertes. Una investigación de este tipo es muy compleja, principalmente porque establecer el “normal” de casos es mucho menos fácil de lo que uno pensaría (no es llegar y sacar promedios de los años anteriores, sino que hay que considerar muchos otros factores, como el crecimiento poblacional). A juzgar por sus tuits de marzo, ella estuvo buscando “proxys” –como variaciones en la venta de bolsas para cadáveres- a un aumento infrecuente de la mortalidad desde bien temprano. Finalmente, el 24 de abril tuitea que en marzo de 2019 hubo 7830 muertes, mientras que en el mismo mes de 2020 hubo 8762 casos. “Un aumento del 11%”. No establece si esa diferencia es significativa. El Minsal aclaró que la gran variación entre un año y otro para marzo se debía a que marzo 2020 tuvo 5 lunes, que es el día donde se acumulan más registros de defunciones y se emiten más certificados de defunción en el Registro Civil, y que el resto de la variación no era estadísticamente significativa.

El 14 de mayo tuitea que según datos del Registro Civil, entre el 3 de marzo y el 29 de abril del 2020 murieron 4201 personas por “enfermedad respiratoria”, mientras el Minsal sólo registraba 209 muertes por COVID, generando una diferencia de 3992 muertes. Este dato ya no apuntaría a una investigación sobre exceso de muertes, sino a una sobre subreporte de muertes por Covid. Respalda esta idea con datos del Cementerio General, mostrando una variación del 80% entre los muertos por causal respiratoria entre marzo de 2019 y marzo del 2020, y de 24% entre abril de un año y otro. El 15 de mayo aclara que sólo pidió los datos de 2019 y 2020 al Cementerio General. La respuesta del Minsal aclaró que las muertes “por causa respiratoria” registradas por el Registro Civil difieren de las registradas por el DEIS (Dirección de Estadística e Información de Salud). La discrepancia se debía a que el RC registra a todas las personas que mueren con una enfermedad respiratoria consignada en su certificado de defunción, pero el DEIS distingue si esa enfermedad fue o no la causa directa de su muerte. Según los datos del DEIS, no hay variación significativa entre un año y otro.

El 18 de mayo Espacio Público muestra en su informe que, según sus cálculos, no existe una diferencia significativamente mayor entre el exceso de muertes que calcula Matus y lo reportado por el Minsal por Covid, echando por tierra dicha investigación. Esto probablemente podría ser confirmado por el DEIS, según sus registros de marzo de muertes por COVID.

Con todo esto en mente, me parece razonable calificar la investigación de Matus como defectuosa, además de confusa, lo que no obsta a que las preguntas que puso sobre la mesa –que es uno de los principales roles del periodismo en las sociedades liberales democráticas- sean valiosas.

Ahora bien, la investigación de Matus podría ser metodológicamente impecable –algo que yo no tendría problemas en reconocer habiendo razones para ello- y el punto central de mi crítica, que es haberla difundido por Twitter, permanecería incólume. Este segundo punto es para mí el más importante, y donde creo que puede ser más fructífera una conversación entre una periodista y un antropólogo.

Twitter es algo a medio camino entre un juego y un medio de comunicación. Su lógica interna promueve las opiniones extremas, desinformadas y polarizantes. Esto se produce, en parte, porque facilita aquello que Cass Sunstein (“#Republic”) llama “cámara de eco”: las personas se rodean sólo de opiniones afines a la propia. El sesgo de confirmación resultante, a su vez, facilita que dichas personas vayan migrando a posiciones cada vez más radicales. El resultado son enjambres de tuiteros afines en una batalla irracional e infinita con aquellos enjambres de signo opuesto.

Pero eso no es todo: la falta de espacio castiga los argumentos complejos y bien articulados, premiando el efectismo. Y las comunicaciones del usuario son “premiadas” con RT (“re-tweet”) y “likes” por otros usuarios, por lo que la comunicación es orientada a la búsqueda de esas recompensas virtuales (por eso digo que es una especie de juego). Cuando digo en mi columna que Twitter castiga la verdad, me refiero a todo esto. Tal como han destacado Marta Peirano en su libro “El enemigo conoce el sistema” (2019) y Juan Soto Ivars en “Arden las redes” (2017), las redes producen una amenaza a la libertad de expresión por vía de linchamientos virtuales y amedrentamientos varios, generando algo que Soto llama “Poscensura”. Al que no se alinea con los enjambres le llueven palos.

Matus hace bien en resaltar que mucha gente poderosa e importante usa Twitter. Eso es cierto. De hecho, es una red mucho más elitista que, por ejemplo, Facebook. Es por esto mismo que ha terminado secuestrando la opinión pública: en ella se encuentran e interactúan periodistas, empresarios, políticos e intelectuales públicos. Y, de a poco, los marcos polarizados impuestos por las interacciones en ese espacio comienzan a ser los marcos del debate público mismo. Los medios tradicionales han sido colonizados y vampirizados por Twitter, y mientras más se debilitan porque su publicidad migra al mundo virtual, más necesitan de la red como una fuente barata de sucesos y polémicas. Las redes sociales son la droga de los medios tradicionales, y la cantidad de valiosas revistas muertas por sobredosis a nuestro alrededor – y lloradas en Twitter mismo, con varios RT- lo atestigua, tal como ha señalado Ascanio Cavallo.

Al iniciar Matus el debate sobre exceso de muertes en Twitter, lo hizo descuidando por completo el marco de interpretación de ese debate y dejándolo entregado a la lógica interna de ese medio. No explicó por qué era importante ni para qué servía. No cumplió el rol periodístico de mediar entre los hechos brutos y el público. De hecho, propuso un guión amarillista en que ella luchaba contra un gobierno que escondía datos por algún motivo oculto. El efecto de esto es que, al liberar los datos, la opinión virtual se polarizó entre “Matus miente” y “el gobierno esconde muertos”. La verdad es que nadie tenía idea de qué se trata la discusión sobre el exceso de muertes, en qué se distingue del conteo de muertos por COVID, y por qué los criterios de la OMS para contar muertos son distintos a los que casi todos los países del mundo usan para sus informes oficiales (excepto Bélgica). Hasta el día de hoy casi nadie entiende de qué se está hablando: faltó periodismo.

El resultado, en mi opinión, es que se ha terminado creando un ambiente de sospecha ignorante que profundiza gratuitamente el abismo de desconfianza que existe en Chile entre bandos políticos y entre pueblo y gobierno. Esto no es ningún aporte y, de hecho, disminuye la capacidad conjunta para combatir la pandemia, al sumarse a la ya conocida discapacidad comunicativa de este gobierno. El marco impuesto, además, contaminó todas las comunicaciones sucesivas: los informes de Espacio Público y las noticias de CIPER han sido procesadas por la opinión pública bajo ese mismo prisma, como demostración de que el gobierno “esconde muertos”, cuando dicha acusación no tiene sustento alguno. Se ha envenenado el pozo del debate público.

Para concluir, debo decir que el desdén de Matus a los medios de comunicación tradicionales y su rol mediador entre hechos y público me pareció muy sorprendente viniendo de alguien que ejerció la dirección de dichos medios. Está documentado cómo las redes sociales son uno de los principales motores de la llamada “posverdad”, las noticias falsas, la realidad fragmentada y la llamada “poscensura”. Ninguno de estos fenómenos es nuevo (de ahí que no me agrade mucho eso del “post”), pero su magnitud es enorme y las consecuencias que tienen para la democracia y la deliberación pública son profundas, tal como documenta Jamie Susskind, en “Future Politics” (2018). Este es un debate pendiente del que depende, entre otras cosas, el futuro del periodismo.