Artículo de Consuelo Araos, publicado en la revista Punto y Coma.

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Una primera versión de este texto fue leído el jueves 12 de diciembre de 2019 en la sede del Instituto de Estudios de la Sociedad, en el contexto del lanzamiento del libro Primera persona singular. Reflexiones en torno al individualismo, editado por Claudio Alvarado. Agradecemos a la autora permitirnos reproducir esta profunda reflexión, la que invita a seguir conversando acerca de la condición en que el individuo se desenvuelve —o se desoculta— en la sociedad contemporánea.

Buenas tardes. Quisiera agradecer a Claudio Alvarado por esta invitación. Me siento muy honrada por la tarea de presentar este nuevo libro publicado por el IES, casa de pensamiento en la cual me he sentido siempre muy acogida y desafiada intelectualmente.

Para comenzar, quisiera referirme al nombre del libro y al contexto en el que éste aparece. Detengámonos un momento en el título y el subtítulo. Por un lado, leemos Primera persona singular. Para hablar del individuo, se escoge hacerlo indirectamente a través del pronombre personal “yo”. Con ello, no hablamos del “individuo” en general, sino de cada individuo particular, en su capacidad de autoposesión, como diría Romano Guardini.

Sorpresivamente en la segunda parte del título no leemos “reflexiones en torno al individuo”, como podría esperarse, sino “reflexiones en torno al individualismo”. Y aquí está, pienso, el corazón de la problemática que da origen a esta obra. Porque se trata de recordar que individualidad e individualismo no son lo mismo, aunque la cultura en que vivimos tienda a confundirlos. No es lo mismo concebir y pensar al individuo desde la cultura del individualismo que desde una cultura de la persona, es decir, en cuanto “primera persona singular”. Como el prólogo y cada uno de los capítulos que siguen se encargan de mostrarnos, la interpretación individualista y su eficacia performativa de los procesos sociales concretos conduce a la paradójica disolución de todo rastro de individualidad.

Llevamos varias semanas asistiendo a una puesta en escena que nos tiene perplejos por muchas razones. Entre ellas, la extraña combinación donde, por un lado, florecen las reivindicaciones y demandas por el reconocimiento de los derechos individuales más diversos, al mismo tiempo que se hacen explotar los límites de la libertad de expresión de las subjetividades, incluyendo la violencia contra prácticamente todo. Por otro lado, estas reivindicaciones toman, en muchos casos, la forma de movimientos masivos que exacerban la homogeneidad hasta niveles extremos, llevando al paroxismo el modelo de la “militancia”, muy particularmente entre los jóvenes: vestimentas uniformizadas con aires guerrilleros; regulaciones estrictas de las expresiones de habla (“compañeres”); movimientos corporales coreografiados a nivel masivo. Por otra parte, en Twitter e Instagram el “hashtag” (que hasta aquí no había reparado que significa “etiqueta”) ha monopolizado la esfera de la comunicación virtual, sustituyendo de manera eficaz cualquier esfuerzo reflexivo por frases hechas y slogans fijados de antemano que se repiten y expanden con la rapidez del automatismo y bajo la tiranía del like.

Me pregunto entonces quién es este individuo que se rebela contra toda autoridad, pero se somete sin resistencia al dominio implacable de la mayoría, de lo políticamente correcto, a la tiranía de eso que Martín Heidegger alude como la medianía, el promedio, donde todo pronombre personal se sustituye por el impersonal del “se dice” o del “se hace”. Cuando esto ocurre, dice Heidegger, el ser humano no es más sí mismo, “los otros le han tomado el ser”.

Creo entonces que este libro aparece en buen momento, porque se propone explorar eso que el individualismo como ideología ha ido barriendo del propio individuo al cual pretende exaltar, en los distintos ámbitos de la vida humana: en la comunicación, en la política, en la economía, en la corporeidad y la identidad, en la cultura, en la trascendencia y la experiencia religiosa.

Trataré de señalar muy rápidamente cómo cada uno de los capítulos aporta en esa tarea. En su revisión histórica sobre el concepto de individuo, Manfred Svensson cuestiona la dicotomía dominante en las humanidades entre sociedades tradicionales (o cerradas) y sociedad moderna (o abierta) y su supuesta correspondencia con el aparecer histórico del individuo en el paso de las primeras a la segunda. Según el autor, el sujeto moderno no es más que uno de los modos históricos de la individualidad, de la cual el horizonte premoderno ha conocido otras modalidades, como las figuras de Antígona y de Cristo testimonian.

En la versión subjetivista del individuo se ganan muchas cosas, pero hay otras que se pierden. Entre estas, la naturaleza comunicativa, o quizás mejor, comunional de la persona. Esta propuesta me hizo pensar en ciertos elementos de la noción de persona propia de las sociedades orales. Si las culturas escritas tienden a enfatizar el lado de la individualidad, las culturas orales tienden a enfatizar el otro lado de la distinción, lo que Marilyn Strather ha llamado la “dividualidad”. Esto es, la idea de que cada persona está hecha de otras personas, que nuestra existencia individual está incrustada de la existencia de otros. La relacionalidad no es un hecho fáctico, no es mera agregación empírica de individuos, sino que alcanza un estatus ontológico. Dice Heidegger que el coestar determina existencialmente al ser humano “incluso cuando no hay otro que esté fácticamente ahí”.

Daniel Mansuy aborda este problema desde el ángulo de la participación política en contextos democráticos. Siguiendo a Tocqueville, analiza las tensiones estructurales de la democracia para la experiencia de la individualidad. La democracia se fundamenta en el principio generalizado de igualdad, rompiendo las asimetrías jerárquicas y debilitando los vínculos tradicionales de obligatoriedad. Sin quererlo, con ello separa a los individuos y los vuelca sobre sí mismos. Según Mansuy, esto pone en riesgo la condición de posibilidad más básica de la vida política: la disposición de los individuos a participar en los asuntos comunes. Pero no solo como mero hecho formal o procedimental (dimensión que también se ve erosionada, como muestra la baja participación electoral), sino en los términos sustantivos de una implicación personal en las preocupaciones comunes.

En otro plano, Jorge Fábrega aporta una aclaración interesante sobre la derivación economicista del individualismo. Esta produce una concepción extremadamente reducida del individuo. Este no es más un que tomador de decisiones muy predecible, que actúa siguiendo solo dos principios: la maximización de utilidad como criterio de racionalidad y el de la eficiencia como criterio normativo. Bajo este sistema, cualquier individuo que ejerza verdaderamente la libertad, será siempre irracional e inmoral. Este modelo, nos dice el autor, no solo es insuficiente para dar cuenta del individuo, sino que también lo es para explicar correctamente dimensión económica de la vida social. Como Marcel Mauss lo demostró hace tanto tiempo, las bases de la economía, la moneda, el intercambio, el crédito y la producción del valor en general tienen su fundamento en lo contrario a la autonomía individual, que es el don y el círculo de deudas y obligaciones perpetuas que éste genera.

Gabriela Caviedes y Catalina Siles ofrecen un recorrido muy completo y clarificador sobre lo que ellas llaman el “hijo no querido” —el “huacho” diríamos en Chile— de la Ilustración, que es el feminismo. Según las autoras, este camino ha sido el del un abandono progresivo de la corporeidad, en su unidad biológico-simbólica, como locus de la experiencia de habitar femeninamente el mundo. En su deriva postmoderna, el feminismo ha perdido su punto de arranque: la explicitación de que la relación del ser humano con el mundo y con su propia identidad es sexuada y que esa sexualidad es una realidad compleja que es necesario restituir. No hay individuos abstractos que experimentan parejamente la realidad, ésta se desoculta de un modo distinto para hombres y para mujeres. Es el absurdo de un feminismo sin mujeres, en el cual las mujeres reales desaparecen y sus demandas quedan finalmente marginalizadas.

En su artículo, Josefina Araos y Santiago Ortúzar introducen el horizonte cultural a la reflexión. Esto permite reconocer que el individualismo no es meramente un conjunto de ideas y de prácticas, sino que es una cultura y, por lo tanto, penetra el ámbito del sentido de la existencia personal. Por ello, una verdadera crítica al individualismo tiene que adentrarse en la dimensión dramático-ontológica de la cultura. Desde aquí, vemos que lo que olvida el individualismo es la historicidad de su propia manifestación. La exaltación de la voluntad soberana amputa de sí misma todo lo dado. Los autores, siguiendo entre otros a Pedro Morandé, muestran la impresionante ingenuidad de este voluntarismo: a fin de cuentas, lo dado no es ni más ni menos que la existencia misma. Nadie se ha dado a sí mismo la existencia, y justamente en eso consiste el drama que funda la cultura: ¿por qué yo y no otro? ¿por qué el ser y no la nada? Sin referencia al horizonte cultural, no es posible siquiera formular esta pregunta, y sin esta pregunta no hay individuo. Una consecuencia de este individualismo es la pérdida de la hondura ontológica del yo, y su reducción a la cáscara óntica de una existencia puramente fáctica.

Conecto aquí con el último artículo del libro, escrito por Pablo Ortúzar. En su exaltación de la voluntad soberana, el individualismo alcanza el ámbito de la trascendencia. Ya no se trata solo del problema del orden social, de cuál orden es el más apropiado para defender los derechos soberanos del individuo; se trata de lo que fundamenta ese orden, lo legitima y lo vuelve significativo. Es interesante aquí la relación que establece el autor entre la generalización del nihilismo con la crisis ecológica, que es en el fondo una crisis de trascendencia. ¿Cuál es, entonces, la salida, si ninguna alternativa de orden parece ser suficiente? Aquí, Ortúzar da un salto mortal, un giro que me sorprendió y me descolocó por su osadía. A una crisis de trascendencia no podemos dar una respuesta que nos devuelva a la inmanencia. El individuo tiene que recuperar para sí mismo la única dimensión que le va quedando para encontrar un fundamento positivo y no destructivo a su deseo infinito de absoluto. Esa dimensión, según el autor, es la religiosa. Dentro de la tradición del cristianismo, Ortúzar propone revalorizar la tradición del peregrinaje como modelo hermenéutico para repensar la individualidad en la sociedad contemporánea. Nadie puede peregrinar por uno; es un camino profundamente personal donde se juega la libertad. Pero, a la vez, no se puede peregrinar en solitario; el camino no me pertenece, y ya está marcado por las huellas de esos otros peregrinos que lo recorrieron antes, y mis huellas guiarán a los que lo recorrerán después. El peregrinar es una compañía en el drama de estar cada uno frente a su destino. El peregrinaje es una figura fenomenológicamente interesante porque solo tiene sentido en acto, es en la media en que está siendo y en la medida en que hay un peregrino que la encarna. La cultura y todas las condiciones de posibilidad de la individualidad de las que aquí hemos hablado están, es cierto, en el ámbito de lo dado. Pero no se agotan ahí, porque lo dado es insuficiente para producir la novedad que cada individuo porta consigo. Lo dado debe ser puesto en movimiento y reinterpretado en el presente desde cada circunstancia. Como Edipo frente a la esfinge, la respuesta al enigma de la existencia no puede nunca ser una respuesta general, sino que debe ser formulada en primera persona singular. La respuesta al enigma no es “el hombre”, sino “yo”.

Para cerrar, me permito plantear algo que pienso que queda todavía pendiente. No creo que hoy podamos pensar suficientemente el lo político si no incorporamos en esa misma pregunta la dimensión de lo doméstico. Creo que para pensar la experiencia de la individualidad en la sociedad contemporánea se hace urgente volver a pensar las distinciones público/privado, político/doméstico.

El problema es que la relación entre familia e individuo también se entiende en el código individualista: para algunos es el “refugio” de la individualidad; para otros, es la “amenaza” de la individualidad. Pero es en el ámbito de la domesticidad donde conocemos por primera vez la experiencia de aparecer delante de otros; es allí donde aprendemos el lenguaje, somos nombrados por primera vez y nos descubrimos siendo parte de un diálogo antes incluso de saber hablar. Es el único ámbito donde resulta imposible separar la individualidad de la dividualidad. Quienes hacemos la vida juntos participamos unos de la existencia de otros; pero, a la vez, en ese espacio somos radicalmente únicos e insustituíbles los unos para los otros como no lo somos en ningún otro ámbito de la vida social. Lo que experimento ahí es lo más opuesto al anonimato, allí soy plenamente “yo”, soy acontecimiento. 

Consuelo Araos es socióloga y magíster en Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y doctora en Sociología por la École Normale Supérieure de París. Su investigación se enfoca en las áreas de familia y parentesco, políticas habitacionales, residencia y teoría social. Es profesora asistente del Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile.