Artículo de Juan Ignacio Brito publicado en la revista Punto y Coma.

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El péndulo digital ha viajado de un extremo a otro sin hacer escala en la moderación. En apenas unos años hemos pasado de la ciberutopía al ciberpesimismo. En los noventa creímos que el advenimiento de la “supercarretera de la información” y su capacidad disruptora robustecerían la democracia, promoverían la igualdad y quebrarían el ciclo económico. Adherimos a la “doctrina Google”, una “entusiasta creencia en el poder liberador de la tecnología acompañada por el irresistible deseo por enlistar a las startups de Silicon Valley en la lucha global por la libertad”[1]. En esa época, el mundo miraba con admiración a jóvenes innovadores con pinta de nerd que eran capaces de levantar empresas desde la nada bajo la promesa de “no ser malas”, como afirma el lema de Google. 

Hoy, en cambio, se multiplican las críticas contra la tecnología digital. Desde quienes afirman que la exposición intensiva a internet utiliza la plasticidad neuronal del cerebro para hacernos superficiales[2], hasta los que sostienen que el compromiso de emparejar la cancha que encarnaba internet ha sido defraudado y sufrimos ahora la mayor de las desigualdades en manos de un puñado de megacorporaciones con ambiciones monopolistas, dueños hipermillonarios y colmillos muy afilados (las empresas FAANG: Facebook, Amazon, Apple, Netflix y Google)[3].

Promesa fallida

Buena parte del pesimismo actual se explica por una de las promesas frustradas de internet: la desintermediación. En la economía del antiguo régimen, el consumidor siempre requería que un guardián le abriera las puertas. ¿Necesitaba una pieza de hotel o un pasaje de avión? Hablaba con una agencia de turismo. ¿Encontrar un servicio? Consultaba las páginas amarillas o los avisos clasificados. ¿Conocer las últimas noticias? Esperaba el diario o el noticiero. Internet, en cambio, aseguraba una experiencia distinta: los consumidores ya no serían actores pasivos a la espera de que otros les abrieran la puerta. Ahora ellos mismos tomarían la iniciativa y se convertirían en productores de su propio consumo. Serían prosumers.  

Pero la desintermediación se cumplió apenas. Como sostiene Eli Pariser, “la desintermediación es más mitología que un hecho. Su efecto ha sido hacer que los nuevos mediadores —los nuevos guardianes en la puerta— sean invisibles”[4].

Quizás en ningún ámbito esto es más evidente que en el fenómeno de las noticias falsas. En ellas, lo que parece anónimo, casual, verdadero y confiable no lo es. ¿Cómo podría serlo? Una plataforma especialmente apta para transmitir información también lo es para difundir desinformación. Solo la ingenuidad ciberutopista puede explicar que nadie haya considerado lo obvio: el funcionamiento de las máquinas depende de las decisiones de quienes las diseñan y operan. A despecho de lo anterior, ha cobrado fuerza la idea de que la tecnología posee una lógica propia, bajo el concepto de que “internet se encuentra entre las pocas cosas que los humanos han creado y que realmente no comprenden”[5].

Este determinismo otorga a lo que sucede en el ámbito de las tecnologías de la información un aire ficticio de inevitabilidad. El curso que ha tomado la industria digital —especialmente las redes sociales, el tono agresivo que a ratos las caracteriza y el surgimiento en ellas de noticias falsas— no tiene nada de inevitable, y obedece a la adopción consciente de medidas por parte de las empresas y quienes las lideran. 

Como explican Jonathan Haidt y Tobias Rose-Stockwell, las redes sociales surgieron a principios de siglo con una oferta muy simple: conectarse con amigos y mostrarse ante ellos. Como nada perjudicial podría derivarse de ese inocente intercambio de información, sitios como MySpace o Facebook lograron amplio alcance. En 2006 llegó Twitter, que innovó incorporando el timeline, un flujo constante e interminable de información permanentemente actualizada que los usuarios podían revisar cuando quisieran. Facebook siguió el ejemplo y al año siguiente creó su propia versión: las Noticias (el News Feed). En 2009 sumó un cambio decisivo: añadió el botón “Me gusta”, con lo cual por primera vez los usuarios podían medir la popularidad de lo que publicaban. 

Construyendo sobre la base de la información proporcionada por los “me gusta” y otros datos, Facebook programó un algoritmo que determinaba el contenido al que cada cual se expondría en su News Feed. Otras redes sociales hicieron lo mismo; surgió así el “filtro burbuja”, por el cual los usuarios se exponen preferentemente solo a aquello que el algoritmo proyecta como de su afinidad. Esto institucionalizó el sesgo de confirmación, dificultando el visionado de posturas distintas y reafirmando las propias, y también supuso un golpe mortal a la desintermediación: ahora era la red social la que seleccionaba el flujo informativo al que accedían quienes se conectaban. 

Al basarse en los gustos personales y no en la calidad de los proveedores de contenido o en la relevancia de este, el algoritmo proveyó las condiciones ideales para el florecimiento de las noticias falsas, pues desde entonces una eventual “noticia falsa” adquirió en el News Feed o el timeline el mismo valor y apariencia que una provista por un medio reconocido. 2009 también fue un año clave por otra razón: Twitter incluyó el botón Retweet, que permitía retransmitir información sin tener que copiar y pegar, abriendo las puertas a la viralización y sumando otro criterio de popularidad. Facebook entendió el impacto de la innovación y la copió en 2012, al incorporar un botón para “compartir” contenidos. El golpe definitivo llegó entre 2012 y 2013, cuando Upworthy y otros sitios desarrollaron la capacidad de probar la popularidad de los titulares noticiosos y las fotografías que los acompañan con el objetivo de aumentar el número de clics[6].

Nuevos valores 

El poder de la viralización no radica en la veracidad, la noticiabilidad o la relevancia, sino en algo mucho más simple: llegar a la mayor cantidad de gente. Sus demiurgos saben que el público no se interesa por contenidos complejos, procesos largos o explicaciones que apelan a la racionalidad. Las nuevas condiciones del universo en línea alteraron el criterio editorial. En el mundo offline, un buen periodista es aquel que investiga y descubre, en un intento respetuoso por acercarse a la verdad. Para ello debe tener una vocación detectivesca y un amplio conocimiento de fuentes y temas, además de capacidades para reportear. En el ambiente online, en cambio, necesita inventiva, rapidez y poseer las habilidades de un pescador que tiende la carnada para atrapar al usuario, sin preocuparse demasiado por la verdad: un título atractivo, una fotografía sugerente, una dosis de emocionalidad y un concepto que reafirme las creencias del usuario. En esta plataforma rigen nuevos valores: “Rechazamos la idea de que la élite de los medios o la gente que ha sido entrenada de una cierta manera tiene de alguna forma el monopolio del criterio editorial”, decía en 2013 Sara Critchfield, directora editorial de Upworthy[7]

Estas cualidades dejaron la mesa servida para los desarrolladores de noticias falsas, quienes se dieron cuenta de las posibilidades que les abrían las redes sociales. No se trata aquí de simples chismes o versiones no confirmadas que abundan y se viralizan con mayor o menor rapidez, sino de productos especialmente concebidos para pasar por noticias reales y que persiguen un objetivo determinado. Para algunos, las noticias falsas son un arma nada ingenua en un conflicto mayor: “Hay una guerra de información que se desarrolla en todo el mundo y que tiene lugar a la velocidad de la luz. Gobiernos, actores no estatales e individuos están creando y distribuyendo narrativas que no tienen nada que ver con la realidad. Esas narrativas falsas y engañosas socavan la democracia y la capacidad de la gente libre para tomar decisiones inteligentes. Los actores en este conflicto son asistidos por las grandes plataformas de redes sociales, que se benefician de que tanto contenidos falsos como verdaderos sean compartidos”[8].

La intervención de trolls rusos que difundieron noticias falsas en las elecciones norteamericanas de 2016 y en el referéndum sobre el Brexit ha recibido enorme cobertura, así como las noticias falsas que habría propagado el candidato brasileño Jair Bolsonaro durante su campaña presidencial. En Chile, el Presidente de la República señaló —aunque luego relativizó sus declaraciones— que durante el estallido de octubre del año pasado, gobiernos e instituciones extranjeras usaron las redes sociales para afectar la seguridad nacional transmitiendo noticias falsas en una “campaña de desinformación”[9]

Es necesario comprender, sin embargo, que estas declaraciones catastrofistas se inscriben en la tendencia actual del ciberpesimismo y que es muy probable que en el futuro terminarán siendo consideradas como una exageración, al igual que lo son hoy aquellas que prometían, en su momento, el paraíso digital. Las versiones que auguran la hecatombe democrática provocada por las noticias falsas casi siempre provienen de un sector que carece de una explicación plausible para justificar una derrota electoral inesperada o un evento social sorpresivo. La noción de un formidable enemigo online es muy tentadora para quienes no fueron capaces de leer los signos de los tiempos, pues los exime de responsabilidad y la transfiere a otro indeterminado y fuera de su alcance. A veces, las noticias falsas son una buena excusa para justificar la falta de atención o, incluso, la incompetencia.

Ello no significa, por supuesto, que las fake news no deban ser enfrentadas. Al utilizar la mentira y el engaño, estas buscan persuadir a sus destinatarios a través de la creación de versiones torcidas que resultan favorables para la causa del emisor. Son, por lo tanto, perniciosas y dañinas. Sin embargo, la idea de que representan una amenaza novedosa y mortal para la democracia supone, por un lado, desconocimiento histórico y, por otro, la creencia errada de que la tecnología es todopoderosa y el público absolutamente maleable.

La desinformación es una táctica antigua. A lo largo de los siglos, sus promotores han pretendido desmoralizar, confundir y, finalmente, derrotar a sus enemigos. Las innovaciones tecnológicas han sido utilizadas con frecuencia por ellos para perfeccionar la manipulación y la difusión de falsedades. Sin embargo, la historia muestra que, pese a su innegable poder, a la larga la información falsa no consigue prevalecer, ni siquiera en regímenes totalitarios que han hecho amplio uso de ella por décadas.  Esto se debe, probablemente, a que las mismas tecnologías que son utilizadas para entregar información falsa sirven a la vez como vehículos muy eficaces para proveer su antídoto: noticias reales que corroen la versión oficial y terminan derrotándola.

Esto tiene que ver con el hecho de que los medios de comunicación, incluso los más invasivos, poseen capacidades limitadas para manipular al público. En su libro La plaza y la torre, el historiador británico Niall Ferguson ofrece un ejemplo que ratifica este efecto reducido. Hace notar que, pese a que las noticias falsas que circularon durante la campaña estadounidense de 2016 en redes sociales favorecieron en una proporción de tres a uno a Donald Trump por sobre Hillary Clinton, esta última sacó una votación mucho mayor que el republicano entre el electorado joven y urbano, por lejos el más expuesto a las redes sociales e internet. El triunfo de Trump, añade, se explica por su atractivo entre los votantes rurales y de mayor edad, que son justamente los que se encuentran menos interconectados en línea[10]. ¿Cómo fue eso posible? Si las noticias falsas fueran tan efectivas como se sostiene, el resultado debió haber sido justo al revés. Por lo demás, acontecimientos como el rotundo triunfo del candidato conservador Boris Johnson en las elecciones de diciembre de 2019, parecen confirmar que, al contrario de lo que se indicó luego de que la alternativa “Leave” se impusiera en el referéndum británico de 2016, la opción popular en favor del Brexit descansa sobre bases mucho más profundas que una muy eficiente campaña de intervención electoral impulsada por bots rusos.     

Quizás conviene poner el fenómeno de las noticias falsas en la perspectiva del pesimismo digital en el cual nos encontramos inmersos. Y considerar que, probablemente, este es hijo del ciclo del pesimismo político que hoy prevalece. Ello no significa, por supuesto, que los problemas derivados de la difusión de información deliberadamente mentirosa no sean preocupantes, pero sí pone una nota de cautela que es necesario considerar. Las noticias falsas constituyen un peligro, pero no uno para el cual no nos encontremos preparados o que no hayamos conocido antes en una encarnación similar. 

 

Juan Ignacio Brito es periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Master of Arts in Law and Diplomacy del Fletcher School en la Universidad de Tufts, EEUU. Fue decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes, y actualmente es profesor en ella e investigador del centro Signos, de la misma casa de estudios. Ha trabajado en distintos medios de comunicación, como El Mercurio, El Metropolitano, Qué Pasa, La Tercera y El Líbero

[1] Morozov, Evgeny, The net delusion (Nueva York: Public Affairs, 2011), xiii.

[2]Ver Carr, Nicholas, The shallows (Nueva York: Norton, 2011).

[3]Ver Keen, Andrew, Internet no es la respuesta (Barcelona: Catedral, 2016).

[4]Pariser, Eli, The filter bubble (Nueva York: Penguin Books, 2011), 60.

[5]Schmidt, Eric y Cohen, Jared, El futuro digital (Madrid: Ediciones Anaya, 2014), 1.

[6]Haidt, Jonathan y Rose-Stockwell, Tobias, “The dark psychology of social networks”, en The Atlantic, diciembre 2019. En https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2019/12/social-media-democracy/600763/

[7]O’Neil, Luke, “The year we broke the Internet”, en Esquire, diciembre 2013. En https://www.esquire.com/news-politics/news/a23711/we-broke-the-internet/

[8]Stengel, Richard, Information wars (Nueva York: Grove Atlantic, 2019). Versión Kindle. Traducción del autor.

[9]“Piñera afirma que ‘muchos de los videos’ sobre violaciones a los DD.HH. ‘son filmados fuera de Chile’”. Entrevista en CNN. En https://www.cnnchile.com/pais/pinera-videos-violaciones-dd-hh-fuera-chile_20191226/.

[10]Ferguson, Niall, La plaza y la torre (Barcelona: Debate, 2017), passim 451-453.