Columna publicada el martes 9 de junio de 2020 por El Líbero.

En un precioso ensayo llamado “La medicalización de la vida” (del libro Crucigrama, de 1983), el escritor italiano Leonardo Sciascia describe el velo de silencio que ha deslizado el mundo contemporáneo sobre la idea de la muerte. En los soleados pueblos sicilianos de su infancia, a principios de siglo XX, el fin de la vida iba aparejado a rituales donde participaban tanto el cura como el médico local (sin pensar, a esas alturas, en una posible sanación, sino simplemente buscando que los vecinos no los tildasen de tacaños). Ese mundo veía el tránsito al más allá como una realidad que se conocía y se aceptaba: el nacimiento y la muerte —principio y fin— sucedían en el hogar, lo que volvía esas realidades algo familiar y cotidiano. Por el contrario, hacia fines del siglo pasado el morir va poco a poco volviéndose invisible; se saca de casa, se describe con términos técnicos y científicos que nada dicen al ciudadano común y corriente, y sus ritos están higenizados y protocolizados de manera de no involucrar ninguna fibra demasiado íntima. Basta pensar en nuestros asépticos parques-cementerios para darse cuenta que en nuestra cultura la muerte es una realidad que se disimula y se esconde; se le quita la mirada. Al menos hasta antes de la pandemia. 

La misma Italia de Sciascia fue durante varias semanas el país más golpeado por el Covid19 (ahora EEUU, el Reino Unido y Brasil llevan la delantera), este virus que nos ha recordado, a la fuerza y con violencia, nuestros propios límites. El embate de esta enfermedad en el territorio nacional está siendo feroz: sigue creciendo con vértigo el número de contagiados y fallecidos y no se ve todavía la luz al final del túnel. Dentro de todo este cuadro, en el cual faltan todavía los meses crudos del invierno, nos hemos visto obligados a mirar de frente el final de la vida humana y el modo en que, como sociedad, enfrentamos la enfermedad, la vejez y la muerte. Quizás una de las cosas más difíciles de la actual pandemia ha sido ver el fin de la vida despojado de sus ritos habituales: despedidas por medio de pantallas, muertes en soledad, entierros solitarios. ¿Cómo aceptar la muerte de un ser querido si no podemos acompañar ese momento doloroso de las ceremonias y las palabras que nos ayudan a darle un significado? ¿Cómo vivir un funeral sin abrazar a quien ha perdido a un ser querido?

Aceptar que la muerte es una realidad cotidiana quizás nos permita también una mejor reflexión sobre aquellas circunstancias que la rodean. En un ensayo recientemente publicado en castellano, Sobre la buena muerte. Por qué no debe haber eutanasia (IES, 2019), el filósofo Robert Spaemann y los médicos Gerrit Hohendorf y Fuat Oduncu profundizan acerca de la relación de una sociedad tiene con esas situaciones límite. A partir de la diferencia fundamental entre “matar” y “dejar morir” el libro ilumina los distintos modos en que podemos acercarnos a situaciones donde la práctica y la ética médica están llenas de zonas grises. A partir de ahí, también, se opone al “ensañamiento terapéutico”, entendido como el mantener la vida a toda costa, pues esa es también una manera de violar la sacralidad de la vida humana, y muestra la injusticia que supone a los más viejos y enfermos de una sociedad legalizar la eutanasia activa, ya que pone sobre sus hombros el injusto peso de justificar por qué quieren seguir vivos. La apuesta fundamental de los autores es por los cuidados paliativos, entendiéndolos como aquellas terapias al final de la vida que, sabiendo que la enfermedad terminará causando la muerte, aborda de manera integral el manejo del dolor y la aceptación del fin.

La encrucijada que hemos estado viviendo en todo el mundo en lo que va del año —todavía no sabemos hasta cuándo durará la emergencia y todos deseamos escuchar el oráculo que nos revele ese secreto— nos ha obligado a mirar cara a cara estas realidades. En este contexto, pueden sacarse algunas lecciones positivas. El encierro y la cuarentena podrían ayudarnos a observar una realidad que en muchos casos teníamos escondida en asilos y casas de reposo, una realidad que nos vincula con el pasado y con nuestra historia. Es esa realidad la que nos hace mirar la vida humana como algo que nos trasciende y nos excede. Si la enfermedad y la muerte vuelven a ser algo que aceptamos como cotidiano, el fin de una vida ya no es puro dolor o fracaso, sino el modo de cerrar una existencia que, en esa clausura, nos abre a otro tipo de significados. Como el mundo de Sciascia, quizás tener una mejor “idea de la muerte” nos permite conectar con algo que, no por ser invisible, es menos relevante para configurar el modo en que vivimos.