Columna publicada el miércoles 20 de mayo de 2020 por The Clinic.

El libro “Tomen este pan” (“Take this bread”) fue escrito por Sara Miles, una periodista californiana de izquierda, lesbiana y atea, parte de la educada cultura progresista estadounidense, que se convirtió al cristianismo a los 46 años y terminó como sacerdote de la Iglesia Episcopal. El eje del libro es la comida: Miles entra sin saber muy bien por qué a una iglesia y participa de la comunión, sin entenderla. El resto del relato es, básicamente, sobre cómo se llega desde el pan y el vino, al cuerpo y a la sangre de Cristo. Pero no es un tratado de teología académica. El camino entre ambas dimensiones es la lucha de la autora por hacer funcionar un banco de comida para alimentar a la gente necesitada. 

Miles lee todo el Nuevo Testamento desde la clave de la alimentación, entendiendo el ministerio de Jesús como inseparable de la entrega de comida a quienes la necesitan. Esta idea, material y aterrizada, obviamente le resultaba más cómoda a alguien que venía desde una cultura militante de izquierda. Fue a partir de ella que la organización del centro de alimentación fue madurando, hasta llegar a ayudar a miles de personas. Pero la conversión no termina, sino que comienza ahí. Ella resume su experiencia en lo que una vez le dice el Obispo de la iglesia episcopal de California: “hay un hambre más allá de la comida que se expresa en la comida, y es por eso que alimentar a otros siempre es una especie de milagro que apunta hacia un deseo mayor”. 

Este libro me volvió a la memoria debido a la claridad con que el hambre comienza a amenazar a las familias más pobres de Chile en el contexto de la cuarentena total debido a la pandemia. Hambre y frío, porque el invierno está ya en las puertas de la ciudad. Experiencias terribles que muchos cultos e ilustrados miraron en menos mientras combatían la tenaz voluntad del ministro Mañalich por volver a abrir las escuelas, sabiendo que ellas son, para muchos niños, la única fuente de abrigo y alimento. Hambre y frío que los fanáticos de la cuarentena total, que hoy llaman sin arrugarse a “cacerolear”, nunca parecen haber tomado en cuenta. 

Pero ahora ya no vale la pena mirar hacia atrás. El asedio de nuestra ciudad ya empezó. Y la pregunta es si el gobierno es el único llamado a ver cómo solucionar el asunto. Esta perspectiva resulta, por supuesto, tremendamente cómoda. Desde las élites de izquierda, uno puede sentarse calentito en su casa a reclamar que el Estado “suelte la plata”. Y sentirse con ello repleto de bondad y solidaridad. Incluso puede dejar correr solemnemente un par de lágrimas frente al horror expresado por las protestas de las familias de El Bosque que ya ven el final de la olla en sus hogares, empleando el resto del día en tuitear sus buenos sentimientos. 

La versión de élite derecha de esta actitud es lavarse las manos diciendo “para algo pago impuestos”, normalmente agregando, además, “y no recibo nada a cambio”. Tal como John Galt, el personaje central de una ridícula novela de Ayn Rand, quienes dicen esto se sienten como titanes al servicio de flojos e ingratos parásitos, que siempre piden un poco más y nunca hacen ningún esfuerzo.

Bajo el suave manto de la sensación de superioridad moral y la delegación de responsabilidades a terceros, descansan entonces muchos en nuestras clases dirigentes. 

¿Quién puede despertarlas? La Iglesia católica sería la candidata natural a hacer sonar las campanas. Sin embargo, su jerarquía sigue sumida en una justificada vergüenza por los casos de abuso sexual que la han manchado. Hay esfuerzos puntuales, pero no una voz. Y el resto de las iglesias tampoco es que destaquen. Queda entonces la sociedad civil: Techo para Chile, Desafío Levantemos Chile, El Hogar de Cristo. Pero sus voces tampoco han sonado fuertes y claras en medio del desastre. Asumo que resulta difícil articular la operación del voluntariado en un contexto de cuarentena, tal como explicaba hace poco Paulo Egenau del Hogar de Cristo. Por último, uno esperaría –de acuerdo al principio de subsidiariedad- que los privados que se encuentran más cerca de los lugares amenazados por el frío y el hambre tomaran cartas en el asunto. Con esto me refiero a los supermercados. Pero, aparte del llamado conjunto a no acaparar bienes, el leve pero constante aumento en sus precios y la obscena repartija de utilidades de Cencosud, no hemos sabido nada de ellos. 

Esta situación es insostenible. Ni siquiera convoca a preguntarnos si Chile es un país cristiano, al estilo de Alberto Hurtado, sino si todavía es un país. ¿Cómo salir de ella? Necesitamos que alguien tome el camino del pan, tal como Sara Miles. Una voluntad que reúna iglesias, ONG y supermercados en la lucha contra el hambre y el frío. Y que a los cómodos de izquierda y derecha nos pida financiamiento y trabajo voluntario. Unos tienen las redes comunitarias y otros las redes de producción, acopio y distribución: es hora de combinarlas. ¿Cómo va a ser imposible generar esta red de ayuda? ¿Cómo nadie va a ser capaz de dar el primer paso para articularla? 

Si no me equivoco, la mayoría de los chilenos vivimos atrapados en una visión del ser humano tan deprimente como estéril. El ser chileno, de hecho, es quizás el más oscuro de Latinoamérica. Como si en el reparto continental de desmesuras nos hubiera tocado la del horror. Hay una oscuridad monstruosa y paralizante que nos habita, y que es anterior  a la dictadura, al gobierno de Allende y quizás a la república misma. Una profunda duda respecto a la existencia del paraíso, acompañada de una convicción absoluta respecto a la realidad del infierno. Aquella atrocidad del espíritu que ha sido llamada “imbunchismo”, y que hoy empapa los blogs de los periódicos y el universo paralelo de las redes sociales. 

Hoy, ahora, esta semana, tenemos la oportunidad de abrirle una grieta de esperanza a esa oscuridad. Podemos comenzar a descoserle los orificios al imbunche. Podemos multiplicar panes y pescados. Podemos, y tenemos que hacerlo. Porque de lo contrario el país, en algún sentido, se acaba aquí mismo. No hay patria ni Iglesia donde se deja pasar hambre y frío a los demás, pudiendo evitarlo. Y esa ausencia no podrá ser corregida ni con una ni con diez constituciones nuevas. Si dejamos que el vínculo social se rompa por completo, Chile se acabó. Nos convertiremos en una sociedad fallida. Y más nos valdrá dejar que el lumpen arrase por completo el monumento a los héroes de Iquique la próxima vez que lo ataquen, para ahorrarnos la vergüenza de recordar que todos ellos habrían muerto por nada. 

El momento es ahora, y no después, para expresar a través de la comida un hambre que va más allá de esa comida: el hambre de comunidad, de patria, de iglesia y de familia. El hambre de dejar, por fin, de vernos como extraños y enemigos.