Carta al director publicada el domingo 10 de mayo por El Mercurio.

Quizás un simple ejemplo sirva para ilustrar mi diferencia con Fernando Claro. Hace algún tiempo, la inmensa mayoría de los liberales criollos (con el entusiasta apoyo del progresismo) se manifestó contrario al voto obligatorio. El principal argumento esgrimido era que una obligación de ese tipo atentaba contra nuestra “libertad negativa”.

Sobra decir que la decisión nos costó caro. De hecho, muchos han cambiado de opinión —y no hay nada que reprochar en ello—. Sin embargo, subsiste una pregunta fundamental: ¿no hay algo en la aproximación liberal dominante que oscurece la consideración de los deberes públicos? ¿Por qué parte relevante del mundo liberal se empeñó en afirmar que un deber cívico tan elemental como el voto era incompatible con la autonomía individual? ¿Cuáles son las causas intelectuales de esa ceguera?

Me parece que, para responder esas preguntas, es inevitable remitirse a los antecedentes atomistas del liberalismo. Después de todo, para sostener su punto de vista, Fernando Claro debería negar —por mencionar un solo ejemplo— que el individualismo hobbesiano juega algún papel en el desarrollo de la doctrina liberal (y le deseo el mayor de los éxitos en esa empresa). Desde luego, dado que el liberalismo es plural, hay muchos otros antecedentes, y de allí la importancia de pensadores como Tocqueville o Aron, que intentan rehabilitar la perspectiva propiamente política al interior de la tradición liberal.

Fernando Claro tiene todo el derecho a creer que la doctrina liberal tiene solo méritos y ningún defecto —como si fuera un dogma cerrado sobre sí mismo—. Pero supongo que, al mismo tiempo, puede aceptar que no estamos todos obligados a compartir esa extraña forma de religión secular. Una comprensión adecuada del pensamiento liberal no puede ser realizada desde una adhesión incondicional que resulta, además, tan ajena al espíritu original que anima al liberalismo.