Columna publicada el miércoles 22 de abril por el Diario Financiero

Momentos de crisis como los que vivimos permiten observar, casi en estado puro, algunos aspectos de la condición humana tan centrales como olvidados en el Chile postransición. Aquello que la normalidad –o lo que entendíamos por ella– ocultaba, ahora se manifiesta con toda su crudeza.

En el caso chileno, lo primero que asoma, desde luego, es la imperiosa necesidad de una autoridad pública digna de ese nombre. La crisis que explotó el pasado 18 de octubre, con sus manifestaciones pacíficas y violentas, llevó a muchos a ignorar esta realidad elemental. Nunca ha existido una sociedad humana sin responsables de gestionar el bien público y, al menos hasta ahora, no hay sociedad moderna sin un Estado mínimamente robusto. Todo esto es obvio, pero –quizá movidos por una curiosa fe en el progreso– nos creímos exentos de ello. Nótese la paradoja: muchos de quienes critican la falta de cuarentenas más estrictas negaban, poco tiempo atrás, las funciones mínimas del aparato estatal en materia de orden público. Ayer negaban la sal y el agua al Estado, hoy le piden todo.

Lo anterior pone sobre la mesa una segunda lección. La autoridad pública, incluso cuando concentra mucho poder como en los estados de excepción constitucional, es esencialmente limitada. No se trata sólo de que debamos limitarla para evitar eventuales abusos. Esto es cierto, pero secundario. Aquí lo principal es que por su propia naturaleza –coordinar problemas comunes– dicha autoridad jamás podrá reemplazar ni manejar a su antojo las decisiones y los vínculos de las personas libremente asociadas, de quienes dan vida a la comunidad (y esta es la raíz, dicho sea de paso, del sentido genuino de la subsidiariedad). Para cuidarnos unos a otros ciertamente requerimos del Estado, pero él no llega a todas partes ni sustituye nuestra conducta personal. Guste o no, siempre es indispensable la responsabilidad compartida y ejercida cotidianamente; ese elenco de disposiciones morales que desde muy antiguo se conocen como virtudes.

Pero hay más. Pese a los razonables esfuerzos públicos y privados por evitar los contagios, la crisis sanitaria ha evidenciado que nuestro bienestar no se agota meramente en la salud corporal. El punto acá no guarda relación solamente con la sensata inquietud en orden a reactivar de modo paulatino –y con los debidos cuidados– la economía. El argumento acá excede lo material (por fundamental que sea: el hambre también mata). En efecto, con el paso de los días asoman cada vez más voces recordando la relevancia de la salud mental, la necesidad de ir pensando en una nueva normalidad que ayude a cuidarnos sin asumir el encierro como permanente, la importancia de cultivar pasatiempos, etc. Tampoco es fortuito el conjunto de iniciativas tanto artísticas como culturales, gratuitas y pagadas, que se ofrecen a la población a medida que transcurren las semanas. La vida humana no se agota en la vida biológica.

Por eso y por todo lo anterior, conviene tener presente una lección adicional. Tal como ocurre siempre, en la lucha contra la pandemia hay varios bienes en juego, no sólo uno. Hay que articular inquietudes, necesidades, temores y anhelos diversos, a primera vista contradictorios: vida, salud, cultura y economía, entre otros. Luego, por más relevante que sea la voz y el consejo de los expertos –y quizá nunca haya importado tanto como hoy–, la última palabra no la tienen ellos. Cuando se trata de la vida común, la decisión siempre es política.