En un famoso spot publicitario del año 2006, un entusiasta Alejandro Guillier –con menos canas y pudor– defendía los logros alcanzados luego de 25 años desde la instalación del sistema de isapres. A pesar de los avances que mencionaba el excandidato presidencial de la Nueva Mayoría, lo cierto es que el sistema de salud privada nunca ha terminado de cuajar. No sólo no ha logrado validarse entre la ciudadanía, sino que su servicio en sí mismo tiene severas dificultades, como quedó de manifiesto tras los extendidos rechazos de las licencias por Covid-19. Una vez que acabe la pandemia, es esperable que el difuso malestar de octubre se vuelque hacia un cuestionamiento más feroz contra el sistema de salud, tocando de paso a las aseguradoras.

Las isapres se encuentran en una situación muy parecida a un monopolio. Es cierto que cualquier persona puede atenderse en el sistema público, pero sabemos que este se encuentra saturado, que hay listas de espera que prometen agudizarse tras la crisis y, que, en la práctica, funciona como una opción de descarte. Nadie elige atenderse ahí. Por otra parte, el sistema obliga a los contratados (y de a poco, a quienes boletean) a cotizar mensualmente una parte de su sueldo: una cuota inmovilizada. Si a esto le sumamos que existen cerca de 7 mil planes de salud distintos, la ecuación se vuelve sumamente compleja. No hay persona, por capaz que sea, que pueda procesar tal cantidad de información para decidir. Y está obligado a hacerlo.

Pero hay más. Entre otros, discusiones relativas a la integración vertical (hay isapres que son dueñas de clínicas y cadenas de farmacias). Más allá del debate técnico involucrado, esta realidad favorece la crítica según la cual la salud se parece peligrosamente a una pulpería: personas obligadas a cotizar y a pagarle a las mismas instituciones aseguradoras. La situación de las isapres tiene un aroma a rentismo, con escasos incentivos a la competencia real y suficiente, que las hacen firmes candidatas a seguir en el ojo del huracán, y, de paso, atentando contra toda posibilidad de un sistema privado de seguros de salud.

Las aseguradoras le tiran la pelota al regulador. Y es cierto que nadie se ha atrevido a tratar seriamente el problema: hay un vacío legislativo que ocurre a vista y paciencia de todos en esta materia. Hay algunas reformas que duermen el sueño de los justos en el Congreso. Pero es inevitable abordar el seguro de salud en el marco de las interrogantes por un nuevo pacto social que de seguro aparecerá una vez terminada la crisis sanitaria.

En estas circunstancias, y tal como han planteado diversas voces, no es descabellado pensar en un plan de salud universal, que coexista con seguros privados sin dejar de garantizar una atención dignaUn plan de cobertura común a todas las isapres permitiría simplificar la información respecto de qué se está contratando, e introduce competencia en un mercado habitualmente muy estancado. A la vez, ayudaría a moderar el impacto de los factores de edad y sexo. La mayor escala de cotizantes posibilita contratar seguros generales en mejores condiciones que las actuales, pues distribuyen mejor el riesgo, junto con facilitar la creación de mecanismos de solidaridad entre cotizantes más y menos riesgosos.

Es probable que un sistema de este tipo encuentre altísima resistencia en el rubro de las aseguradoras. Por esto, es indispensable generar un apoyo político transversal y sólido. Mejorar los seguros de salud no solo es una tarea moralmente necesaria –se trata, ni más ni menos, de garantizar cierta dignidad en el acceso a un bien básico–, sino también de conservación del sistema político. Si este no es capaz de abordar las inquietudes que a diario se sufren por causa del sistema de salud, pone en riesgo su propia legitimidad. Dicho de otra manera, embarcarse en una reforma ponderada a las isapres y Fonasa es una de las mejores formas de dar oxígeno a una política que ya hace rato gira en torno a sí misma. No hay salud que aguante.