Columna publicada el sábado 18 de abril por La Tercera

Mucha gente se burla de quienes ven la mano punitiva de la providencia divina detrás de los males que aquejan a la humanidad. Es decir, de quienes procesan estos fenómenos desde la culpa personal y colectiva, como si fueran, al menos en parte, producto de nuestros pecados.

La crítica ilustrada en la que pretende sostenerse dicha burla tiene fundamento. Es cierto que la moralización excesiva de los fenómenos negativos atenta, muchas veces, contra la posibilidad de superarlos mediante la acción humana. Asumir sin más, por ejemplo, que una pandemia como la actual es un acto de justicia providencial y no desplegar nuestros esfuerzos científicos y políticos para combatirla sería ridículo e irresponsable. Pero una cosa es valorar la ciencia positiva y otra caer en el cientificismo: perfectamente pueden coexistir la culpa providencial y el esfuerzo científico. Y, de hecho, esa coexistencia me parece beneficiosa para las comunidades humanas.

Me explico: creo que la culpa por no comportarnos a la altura de los mandamientos divinos, así como el procesar los desastres políticos y naturales a partir de esa culpa, han sido factores de progreso moral en la historia de la humanidad. Esto, porque convierten estos desastres en una oportunidad para la observación de los abusos e injusticias, así como para el arrepentimiento y la reparación de ellos. Beneficios que ni una mirada puramente política o científica ofrecen.

No es necesario, por otro lado, pensar que Dios está castigándonos directamente en gran escala, tipo diluvio universal: en la tradición judeocristiana la providencia divina abarca, por cierto, las causalidades naturales. Por ejemplo, que la deforestación y depredación de los bosques -que es un pecado contra la creación- nos exponga cada vez con mayor frecuencia a enfermedades desconocidas, o bien que la injusticia estructural de nuestras instituciones -sostenida, también, en el pecado- provoque estallidos sociales, son casos distintos a las hecatombes punitivas, que se suponen acabadas con el diluvio.

La ciencia, desde este punto de vista, nos permite comprender mejor las causalidades presentes en la naturaleza, además de proveernos de la técnica para interactuar con el sistema natural. Pero carece de una guía moral para interpretar y darle dirección a ese conocimiento. Y si moralizar en exceso los fenómenos sociales y naturales es un mal, interpretarlos como fenómenos ciegos, producto de la interacción de diversas “fuerzas”, no lo hace mejor. La culpa providencial, en cambio, aparece como un justo medio entre ambos extremos.

Sentirnos razonablemente responsables por los males del mundo enciende y mantiene viva la tan manoseada empatía, nos obliga a la autocrítica y evita la búsqueda de chivos expiatorios: rastrear el origen del mal primero en la propia conducta previene las soluciones facilonas. Ese fue el corazón del mensaje del profeta Jeremías al pueblo judío frente a la invasión babilónica, así como el de Agustín de Hipona a los romanos, frente a la caída del imperio occidental. Y resulta difícil, incluso para el ateo, considerar cualquiera de dichos mensajes como una suma de supercherías y tonteras.

Si los chilenos queremos emerger fortalecidos de esta triple crisis -sanitaria, social y económica-, necesitaremos recuperar la capacidad de sentir culpa, lo que a su vez nos revelará una cuarta y fundamental dimensión de nuestros males: la moral.