Columna publicada por La Segunda el 3 de marzo de 2020.

“No quiero minimizar o justificar nuestra coyuntura, pero es importante redoblar esfuerzos por mantenerse fiel a los hechos y evitar las campañas del terror. Que cada cual vaya a votar en abril según lo que le parece mejor para Chile, pero vayamos todos y vayamos sin miedo”. Desde luego, no faltará quien denuncie ingenuidad o buenismo en el tuit de Diego Pardow, presidente ejecutivo de Espacio Público. Sin embargo, son precisamente ese tipo de énfasis lo que hoy necesita nuestro debate. Ellos permiten tender aquellos puentes que posibilitan el diálogo, los acuerdos y el disenso pacífico; es decir, todo lo que hemos ido extraviando.

Se trata de cuestiones básicas, pero por lo mismo hay que recordarlas. La polarización en las elites políticas y más allá crece día a día. En algún sentido es normal –los plebiscitos tienden a polarizar–, pero estamos llegando a niveles tan absurdos como peligrosos. Que votar Apruebo implica “validar la violencia”  (como si la disputa sobre la Carta Fundamental recién hubiera comenzado el 18 de octubre); que votar Rechazo es dejar intacta la “Constitución de Pinochet” (como si las últimas tres décadas de vida democrática, evolución constitucional inclusive, no hubiesen existido); que tal o cual matiz le hace el juego a la derecha o a la izquierda (como si buscar puntos de encuentro fuera un mal en sí mismo); y así, suma y sigue.

No habrá salida alguna a las enormes dificultades que enfrentamos si continúa asumiéndose la peor versión del adversario como la principal o la más representativa. No se trata, como creen algunos, de negar los problemas. Es justo lo contrario. Urge reivindicar las lógicas democráticas e institucionales precisamente por la gravedad de la crisis, que incluye –no lo olvidemos– la legitimación de la violencia como método de acción política, la incapacidad del Estado para hacer frente al vandalismo, y violaciones a los derechos humanos de parte de agentes del mismo Estado. Si no imperan dichas lógicas y no se impone la sensatez será sencillamente inviable procesar el conflicto.

¿Y a quiénes beneficia procesar política e institucionalmente el estallido social? A la gran mayoría de los chilenos que anhela una convivencia civilizada. No habrá control del orden público, proceso constituyente, reformas sociales ni ningún avance valioso sin establecer la primacía del diálogo político. Guste o no, es el único modo de canalizar las legítimas diferencias. Nada de esto resulta demasiado novedoso, pero tal observó con angustia Alexis de Tocqueville en sus “Recuerdos de la revolución de 1848”, hoy están “aguijoneándose los unos a los otros, empujándose así hacia el común abismo al que están llegando ya, mientras siguen marchando aún sin verlo”.