Columna publicada el domingo 22 de marzo de 2020 por El Mercurio

La modernidad se funda en una ambición colosal: la de convertirnos en maestros y poseedores de la naturaleza, según la expresión cartesiana. O, para decirlo con el lenguaje más crudo de Francis Bacon, hay que torturar a la naturaleza hasta que nos revele todos y cada uno de sus secretos. La naturaleza es vista como un adversario, que impide el pleno despliegue de nuestras vidas. Por lo mismo, ha de ser vencida, incluso mediante la tortura. Se trata de un proyecto prometeico, que concibe al hombre como un ser todopoderoso, capaz de controlar todo su entorno. En ese proyecto, más allá de su diversidad interna, hemos estado embarcados durante varios siglos.

Desde luego, esta idea ha encontrado dificultades relevantes en su camino. Sin ir más lejos, la preocupación ecológica muestra bien que el mundo no siempre se deja manipular tan fácilmente, y que puede cobrarse costosas revanchas. Sin embargo, al menos hasta ahora, la lógica moderna ha seguido primando y ordenando la vida humana. Todo lo que ha ocurrido en el mundo desde la caída del Muro de Berlín se orienta en esa dirección: la globalización, el fin de las fronteras, la utopía del movimiento perpetuo, el despliegue de un comercio de alcance mundial, los esfuerzos por manipular genéticamente a nuestra propia descendencia, todo eso a fin de cuentas forma parte del mismo movimiento que parece envolverlo todo, y que puede resumirse en una fórmula: hay que abolir todos los límites a las (infinitas) posibilidades humanas. Si el sabio antiguo decía que nada de lo humano le era ajeno, el hombre moderno cree que nada del mundo externo debe serle ajeno, que todo está a su entera disposición: la diferencia es significativa, y deja ver las raíces de nuestro desconcierto. Según esa segunda lógica, viajamos, consumimos, circulamos y —lo más importante— concebimos nuestro futuro. La permanencia es sinónimo de añejo conservadurismo, mientras que el movimiento constante y acelerado es celebrado como el signo de un mundo abierto y feliz. En una palabra, el movimiento es progreso.

En eso estábamos, hasta que nos vimos súbitamente retrotraídos a una experiencia que —aunque forma parte del patrimonio de la humanidad— creíamos superada: el virus y la enfermedad. En esta ocasión, el mal vino de China, y se expandió como un reguero de pólvora, gracias a nuestra movilidad. Ahora mismo, la muerte está allí, acechando en la puerta de nuestras casas y, peor, no sabemos cuánto durará (esto es, quizás, lo más intolerable para nosotros, modernos, que no soportamos la incertidumbre). Estamos, de seguro, frente a la experiencia más cercana que hayamos tenido de la guerra y, de hecho, no es casual que “La peste” de Camus sea una alegoría de la ocupación alemana en Francia.

Con todo, lo más llamativo es la rapidez del giro. En un abrir y cerrar de ojos se invirtieron todas las máximas. Ya no tenemos que movernos, sino quedarnos quietos e inmóviles, como un tren que avanza a toda velocidad y debe frenar brutalmente. Por mencionar un ejemplo, hemos visto en estos días el regreso —casi diría, la resurrección— de los viejos Estados nacionales. Parece evidente que los organismos internacionales carecen de herramientas para una crisis de esta envergadura, porque no tienen vinculación directa con las personas: su mediación es demasiado abstracta y lejana. Cuando ya no creíamos en la soberanía ni en las fronteras, el mundo entero se vio obligado a rehabilitarlas como tabla de salvación. Cuando creíamos que el Estado era solo fuente de opresión e injusticia, tuvimos que recurrir a él, pues no tenemos otro instrumento que permita una acción común. Es más, estamos dispuestos a restringir fuertemente nuestras libertades si eso sirve para controlar la pandemia. Nada de esto es fortuito, y simplemente muestra que, en momentos de crisis, la política vuelve por sus fueros. En determinadas situaciones, cierto individualismo dominante es completamente inútil: somos animales dependientes unos de otros.

De algún modo, el covid-19 nos recuerda que el proyecto moderno —a pesar de sus indudables méritos, que los tiene— se funda en una premisa equivocada: no podemos controlarlo todo. Somos más frágiles de lo que quisiéramos. Tal es la lección de humildad que nos duele constatar y, finalmente, aceptar. La condición humana es vulnerable, expuesta a peligros y, aunque la técnica puede ayudarnos mucho, siempre estaremos frente a una realidad que nos excede y que no podemos dominar del todo: la vida no nos pertenece completamente. Esto no implica, desde luego, que debamos renunciar a luchar contra el virus utilizando todos los medios disponibles —todos esperamos una vacuna lo más pronto posible—, pero una mayor conciencia respecto del carácter limitado de lo humano nos permitiría, quizás, afrontar mejor este tipo de dificultades. Después de todo, quien se resiste a olvidar que la vida tiene una dimensión trágica, no desespera frente a ella.