Columna publicada el 29 de febrero de 2020 por La Tercera

La segunda mitad del siglo XX conoció dos extremos políticos: el comunismo y el anticomunismo. Gemelos ideológicos, su razón de ser principal fue el odio al enemigo. Odio que significa, en la práctica, estar dispuesto a la propia destrucción con tal de dañar al otro. Odio demoniaco que se alimenta tanto del mal recibido como del propinado.

En efecto, si el mundo sobrevivió a la Guerra Fría fue porque no todos los actores políticos rindieron sus almas a la violencia mimética que pretendía gobernar el planeta. En otras palabras, fue porque no todos abrazaron el odio como razón de su propia existencia.

Odiar, de hecho, no es fácil. Usamos la palabra con liviandad, pero es relativamente poco común que alguien llegue a entregar su propia vida a la destrucción de otros. La mayoría de los combatientes en la historia de la humanidad han luchado para defender a sus seres queridos o, por último, para engrandecer a sus naciones. Algo muy terrible tiene que pasar dentro de uno para llegar a un compromiso tan destructivo. Al igual que con la mayoría de los criminales, cuando escarbamos en la biografía de quienes viven sometidos al rencor, lo que encontraremos es daño: una injusticia original que se volvió insuperable. Una víctima alrededor de la cual, como una costra putrefacta, se formó un victimario.

Los tiempos de agitación política, hay que saberlo, son temporada de caza para los grupos que se alimentan del daño ajeno. Abrir heridas antiguas en los viejos y crear nuevas heridas en los jóvenes -que, movidos por convicciones alucinadas, son usados como carne de cañón en la lucha ciega- es la economía del mal que varios promueven estos días. Y protegernos como comunidad política de estos seres dañados es prioritario, seamos de izquierda o de derecha: ningún ser humano moralmente sano quiere hacer del resentimiento su motivo existencial ni quiere ver a otros atrapados en esa telaraña.

¿Cómo podemos protegernos? Lo primero es reconocer a quienes lucran políticamente con el odio, denunciarlos y aislarlos. No reaccionar con miedo a sus provocaciones, no establecer alianzas con ellos, no darles espacio político ni comunicativo. Declararlos en cuarentena: excluirlos de nuestra convivencia como personas afectadas por una enfermedad del alma que los hace incapaces. Lo segundo es negarnos a ver al otro normal, al adversario político sano, como enemigo. Esto exige asumir un compromiso irónico con nuestra propia postura, dejando de consumir y transmitir comunicaciones que estigmaticen al otro por su posición política. Asumir, así, que defendemos lo que creemos que es mejor, igual que ellos, pero que ninguno tiene la seguridad última de estar totalmente en lo correcto. En tercer lugar, hay que evitar el oportunismo moral: la violencia política, el abuso y el crimen no tienen justificación, convengan a quien convengan. Finalmente, es importante buscar y destacar los puntos de acuerdo pragmático, y no solo los de disenso ideológico: los futuros positivos posibles para Chile son muchos menos que los teóricamente imaginables.

La moderación resultante de este ejercicio es el requisito básico para nuestra convivencia democrática, antes, durante y después del plebiscito. Ella nos permitirá heredarles a las futuras generaciones un Chile mejor, en vez del país de enemigos que unos pocos anhelan.