Esta columna fue publicada el 9 de febrero en El Mercurio

¿En qué medida deben participar la sociedad civil y los independientes del proceso constituyente que se inicia este año, de ganar el Apruebo? Para la doxa, no hay lugar para las dudas: este proceso sería de la ciudadanía y los partidos no pueden pretender apropiarse de algo que no les pertenece. En esta lógica, la idea es marginar de una buena vez a los partidos que durante muchos años habrían impedido la auténtica expresión de la ciudadanía.

El esquema es tan simple como maniqueo: los partidos encarnarían los intereses espurios, mientras que la sociedad civil representaría la pureza inmaculada. Así puede explicarse la extraña connotación que ha adquirido en nuestra habla común el término “ciudadano”. Si entre los griegos el ciudadano era aquel que se vinculaba directamente con la política, nosotros tendemos a oponer lo ciudadano a lo político, o al menos a lo político-partidista. El adjetivo “ciudadano” se ha transformado en una palabra mágica que sirve para darle credenciales de honestidad a cualquier iniciativa (hasta el punto de que ya no quiere decir casi nada).

La discusión en torno a la Convención Constituyente o Convención Mixta, por mencionar un ejemplo, ha seguido este curso. Mientras la primera permitiría la expresión directa del pueblo, la segunda estaría contaminada por la presencia de políticos profesionales (naturalmente, hay otros argumentos, pero ese ha sido el tenor general del debate). El espacio en la franja electoral para el plebiscito a realizarse en abril es el nuevo terreno en disputa. Si hasta hoy, por razones obvias, la franja había sido de los partidos, ahora el Consejo Nacional de Televisión ha señalado que los partidos deben dar cabida, en su espacio, a organizaciones de la sociedad civil. Para no ser menos, Sebastián Vergara, secretario general del PPD, criticó que no se diera lugar también a los independientes. La resolución del CNTV parece coherente con la tendencia del momento, aunque las dificultades para aplicarla son particularmente reveladoras. En efecto, hay más de doscientas cincuenta mil organizaciones que podrían tener un espacio en la franja. ¿En virtud de qué criterio podríamos elegir a las pocas que efectivamente tendrán pantalla? ¿No estamos sembrando una expectativa desmedida, que alimenta luego la frustración?

Este discurso dominante se funda en una ilusión, según la cual la sociedad civil sería directamente audible, sin necesidad de mediación. Todos aquellos que afirman que “la ciudadanía” exige tal o cual cosa —que coincide sistemáticamente con las aspiraciones de quien habla— suponen que bajo ese concepto existe algo uniforme, con opiniones convergentes, cuya manifestación solo está limitada por los políticos. Sin embargo, nada de eso es verdad, pues la sociedad civil es naturalmente diversa. Contiene en su seno miles de opiniones e intereses diseminados, muchas veces contradictorios entre sí y que no tienen ninguna organicidad. La vitalidad de la sociedad civil es fundamental para cualquier democracia sana, pero no basta para tener un buen gobierno.

La política es precisamente un (precario) intento por reconducir esa infinita pluralidad social a cierto principio de unidad. De hecho, el mundo independiente no existe como tal, porque si se uniera en torno a ideales comunes, dejaría de ser independiente (y por eso es imposible que, como tal, tenga presencia en la franja: es lo que no entiende nuestro perspicaz dirigente del PPD). Además, la representación evita que el que grita más fuerte controle la situación: cuando la calle toma el control, la vociferación reemplaza cualquier posibilidad de deliberación. Desde luego, esto no implica que la política formal agote las posibilidades de participación, pero sí tiene una preeminencia en la medida en que está llamada a tener una visión global (arquitectónica, al decir de Aristóteles). En ese sentido, los defectos de la representación —que no son pocos— solo pueden ser medidos teniendo a la vista su contribución, y los necesarios esfuerzos por volver a vincular a la sociedad con la política no pueden realizarse al costo de socavar a la segunda.

La ilusión contemporánea es que podríamos ahorrarnos la molesta mediación representativa—mediación que siempre modifica lo recibido al procesarlo— para conducir directamente nuestro destino (tal fue también el gran espejismo de mayo del 68: la autogestión). No obstante, las alternativas disponibles no son muy estimulantes, pues implican horadar la legitimidad de quienes han obtenido los votos. Resulta cuando menos curiosa la manera en que cierta izquierda recoge los argumentos que antes defendía el corporativismo asociado a la derecha, como si la representación orgánica tuviera una legitimidad que la política democrática no posee (esa era la lógica original de los senadores designados). Por otro lado, siempre será más fácil obtener votos en una oscura elección fácilmente manipulable que concurrir al sufragio universal. El recurso a la sociedad civil suele ser, en rigor, un modo más o menos solapado de imponer las propias posiciones sin darse el trabajo de ganar elecciones: la negación misma de la democracia.