Columna publicada el martes 31 de marzo por El Libero

En el contexto de un mundo crecientemente globalizado, con un aumento significativo de los movimientos migratorios y teniendo como telón de fondo la denominada crisis de los Estados nacionales, la idea de abrir completamente las fronteras y permitir la libre circulación de personas entre países tomó mucha fuerza durante los últimos años. Esto ha generado intensas disputas entre quienes defienden la apertura y aquellos que tienen una visión más o menos restrictiva, y nuestro país no es ajeno a ellas. Así lo reflejan tanto la negativa del Ejecutivo a firmar el Pacto Migratorio de la ONU –que instaló por primera vez en la opinión pública la discusión en torno al derecho humano a inmigrar– como los constantes conflictos del Departamento de Extranjería con algunas organizaciones de la sociedad civil que trabajan con inmigrantes.

Ahora bien, la actual pandemia de coronavirus, que, entre otras cosas, ha provocado cierres de fronteras y una sorprendente revitalización de las instancias nacionales por sobre las globales, viene a tensionar nuevamente estos debates y obliga a revisar algunas de sus premisas y argumentos, especialmente los de quienes defienden la radical apertura y la libre circulación. Según el filósofo español Juan Carlos Velasco, por ejemplo, las fronteras son una herramienta inmoral de los Estados para ejercer su soberanía; un capricho de la historia que limita la justicia y la democracia. Por su parte, el académico Joseph Carens señala que la libertad de movimiento entre países es una prolongación natural a la de desplazarse dentro de un territorio. Así, este autor indica que “si es tan importante que las personas tengan el derecho de moverse libremente dentro de un Estado, ¿no es igual de importante que tengan el derecho de moverse a través de las fronteras estatales?”.

En tiempos de pandemia –y cuando uno de los clamores populares más intensos ha sido la cuarentena total obligatoria–, estas ideas, ampliamente extendidas en la opinión pública, parecen, a lo menos, ingenuas. En efecto, la estabilidad de las últimas décadas condujo a algunos a creer que podían deshacerse poco a poco de la soberanía nacional (y del Estado-nación), como si todos los riesgos que justificaron su construcción hubieran sido erradicados para siempre de la vida humana.

Y como la ingenuidad suele ir de la mano con la soberbia, la libre circulación y la flexibilidad fronteriza se han tendido a plantear muchas veces desde una superioridad moral que anula cualquier posibilidad de desacuerdo. El mismo Velasco ha señalado que “la libertad de circulación a lo largo y ancho del planeta es un derecho básico que le corresponde a todo ser humano” y que “un mundo de fronteras abiertas no solo es un modo razonable de superar la irracionalidad del actual régimen migratorio, sino que es el mejor modo de estar a la altura de los principios demoliberales más básicos”. Desde el momento en que la controversia se presenta en esos términos, de defensores y opositores a los principios liberales, o a un derecho a la libre circulación aparentemente indubitado –aunque, curiosamente, no esté consagrado así en ningún documento internacional–, cualquier perspectiva disidente adquiere tintes malignos. De esta forma, quienes defienden las fronteras definidas y la soberanía, o ven al Estado-nación como un modelo de organización que aún puede entregarnos cosas valiosas, suelen ser tildados de nacionalistas retrógrados que se oponen al curso natural (y cosmopolita) de la historia, de ignorantes prejuiciosos –incluso racistas y xenófobos– que no quieren inmigrantes en sus territorios.

El coronavirus ha mostrado que el problema es más complejo y que en tiempos de crisis hasta las convicciones más profundas pueden llegar a tener giros espectaculares: hace un par de semanas, algunos de nuestros insignes defensores de la apertura de fronteras pedían a gritos sus cierres y el decreto de la cuarentena obligatoria. Sin embargo, esto también refleja que la posibilidad de una pandemia global no estaba en el radar de nadie y que la reflexión al respecto, si es que la hubo, fue completamente accesoria. De aquí en adelante estamos obligados a pensar el mundo con catástrofes de este tipo en el horizonte. No podemos explicar la frontera –y la relación entre soberanía y globalización– sin tener en consideración que distamos de estar a salvo de las pestes y de las crisis donde esa instancia parece tan fundamental. Será un gran desafío, sobre todo para quienes creían haberse liberado del yugo nacional.