Columna publicada el domingo 23 de febrero de 2020 por El Mercurio.

¿Cuál es la naturaleza de nuestro momento político? Para tratar de iluminar esta cuestión decisiva, puede resultar útil recordar el modo en que Milan Kundera contrasta el mayo parisino del 68 con la Primavera de Praga. Según el novelista checo, la revuelta francesa estuvo marcada por el lirismo de quienes sueñan con la revolución, mientras que los sucesos de Praga se caracterizaron por una suerte de escepticismo posrevolucionario.

Con estas expresiones, Kundera quería enunciar una distinción fundamental: mientras los jóvenes parisinos realizaban exigencias maximalistas, se divertían ridiculizando al poder, exaltaban el yo y asumían una postura más estética que política; los rebeldes checos rechazaban cualquier forma de radicalismo, que identificaban con la opresión que padecían. En rigor, la Primavera de Praga buscaba reivindicar la herencia europea —entendida en su sentido más amplio— frente al totalitarismo soviético. El mayo francés apuntaba más bien a subvertir esa misma cultura, sin proponer nada en reemplazo. Quizás esto último explica que la primavera de París haya reforzando las lógicas burguesas que deseaba combatir. Al no preguntarse por los límites de las posibilidades humanas, el movimiento terminó alimentando el imaginario capitalista de lo infinito, de aquello que no tiene bordes. Para decirlo en simple, todos los maoístas se convirtieron alegremente al mercado, porque a fin de cuentas siempre fueron individualistas. Si se quiere, fue ante todo una revuelta adolescente dominada por el principio del deseo. Praga, por el contrario, fue una revuelta de adultos que conocían —y apreciaban— el principio de realidad.

En su origen, nuestro octubre contiene ambas posibilidades. Hubo, desde luego, mucha manifestación adolescente, jolgorio y ritual juvenil, pero esa dimensión se combinó con la expresión de un malestar profundo y de larga data. No es casualidad, por ejemplo, que el sistema de pensiones haya estado en el centro del debate. Nuestra acelerada modernización borró puntos de referencia, dejó heridos en el camino y pagó un costo que nunca quisimos asumir del todo. Más allá de la inaceptable violencia, la masividad de octubre dejó claro que ese malestar, tan difuso como palpable, era un sentimiento transversal que nuestra clase dirigente no había logrado canalizar. En ese sentido, nuestro octubre mezcló la revuelta adolescente con una demanda poco articulada, pero no por eso menos real. De allí la dificultad para leer la naturaleza del movimiento, que se ha caracterizado desde sus inicios por cierta indeterminación.

Ahora bien, los plazos de la incertidumbre son siempre acotados. Por lo mismo, la pregunta que surge es qué vertiente predominará en lo que viene. Si gana el “Apruebo”, ¿tendremos un proceso constituyente plagado de demandas maximalistas y de reacciones adolescentes frente al disenso? ¿O será un proceso conducido por adultos que entienden los límites de la acción política? ¿Prevalecerá la discusión facilista por redes sociales, incluyendo funas virtuales (y reales), o bien tendremos una deliberación constitucional digna de ese nombre? ¿Seguirán jugando algunos con la idea de que la Convención Constituyente podría desconocer las reglas y declararse soberana, esto es, carente de límite alguno? ¿Continuarán las actitudes complacientes respecto de la violencia y las graves alteraciones del orden público que afectan todos los días a ciudadanos comunes y corrientes? Estas preguntas no son anodinas y, de algún modo, estarán en el centro de la campaña de cara al plebiscito. La paradoja es manifiesta: mientras más espacio den los partidarios del “Apruebo” a los líricos que validan la violencia y la revolución, aumentan las posibilidades de que crezca el “Rechazo”.

Lo anterior guarda directa relación con nuestra historia reciente. En efecto, ella nos brinda un magnífico ejemplo de una revuelta de adultos, como la descrita por Kundera. A mediados de los años ochenta, Patricio Aylwin comprendió cabalmente que una salida pacífica para Chile suponía abandonar todo lirismo. Miembro de una generación que vio en primera fila el colapso de nuestra democracia, Aylwin percibió mejor que nadie que no habría salida posible si cada uno consideraba su propia posición como pétrea e inamovible. Así, forjó una alianza con el socialismo —sus enemigos de antaño—, fue muy severo en la exclusión de cualquier forma de violencia y aceptó la configuración de la realidad, sin renunciar por eso a un horizonte de sentido. Naturalmente, la solución de Aylwin también tuvo sus defectos, que hoy son más visibles que nunca: la ilusión de una transición eterna es el gran pecado de su mundo (incluyendo al Presidente Piñera). Con todo, es difícil negar que su gesto impulsó un ciclo político que le dio mucho a Chile, precisamente porque en él había una aceptación de la alteridad política, y no una mera exaltación moralizante del yo. Como ese gran hombre que fue José Zalaquett —y como Milan Kundera—, Patricio Aylwin fue un idealista sin ilusiones. ¿Estarán nuestros políticos a su altura?