Columna publicada el 15.01.19 en Ciper.

Si llegara a ganar el “rechazo” en el plebiscito constitucional de abril, la derecha puede enfrentar grandes problemas, más allá de la sensación de triunfo momentánea. Así lo argumenta el autor de esta columna, quien destaca que ese escenario quizá moderaría “el anhelo de cambios”, pero no lo haría desaparecer. El “apruebo” puede canalizar ese anhelo hacia una nueva Constitución; pero si gana el “rechazo”, ¿qué propondría la derecha a quienes desconfían de la política y las instituciones? El autor cree que es la hora de la derecha reformista. Pero se pregunta si existe y si está consciente del desafío.

Aunque la opción “apruebo” continúa llevando la delantera de cara al plebiscito fijado para el 26 de abril, es indudable que el escenario ha cambiado desde que se firmó el acuerdo constitucional. Si al principio las voces partidarias del “rechazo” se reducían a José Antonio Kast y Jacqueline Van Rysselberghe, con el paso de las semanas esa alternativa ha conquistado cada vez más adeptos. En términos sencillos, la negativa a la nueva Constitución ya no se reduce al mundo de la UDI tradicional. En este contexto dinámico e impredecible, puede ser útil preguntarse: ¿qué pasaría en el país y en los partidos de gobierno si vence el “rechazo” en el plebiscito? Desde luego, se trata de un cuadro improbable, pero si algo hemos aprendido durante los últimos años (en Chile y en el mundo) es que nadie está en condiciones de anticipar a ciencia cierta la voluntad popular. A continuación señalo algunos aspectos que debieran motivar una reflexión en todos los sectores, pero especialmente en el oficialismo. A fin de cuentas, es ahí donde predomina el escepticismo con el cambio constitucional. ¿Cómo ofrecer una hoja de ruta propositiva en este marco? En las líneas que siguen sostendré que si vence el rechazo, ello no necesariamente dejará a la derecha en un escenario fácil o positivo, pues la pondrá frente a retos para los que no es seguro que tenga respuesta.

La derecha y la refundación

Uno de los factores que ha influido en el cambio de escenario desde el 15 de noviembre a la fecha ha sido la peculiar lectura de cierta izquierda respecto de la noción de “hoja en blanco”, ignorando la necesaria continuidad y limitación de un cambio constitucional efectuado en democracia. Aunque el acuerdo contempla tal hoja en blanco sólo en términos acotados y jurídicos –no hay regla por defecto que condicione formalmente la deliberación–, el temor a la refundación no es un mero invento de la derecha, sino una reacción, más o menos razonable según el caso. Hay no pocos actores políticos que parecieran soñar con rehacer el Chile actual desde un supuesto momento cero (que obviamente no existe).

Ahora bien, la pertinente y fundada crítica a las vertientes nostálgicas de la revolución que inundan el debate debiera ir acompañada, necesariamente, de una crítica (o autocrítica según el caso) a la refundación constitucional que impulsó el régimen de Pinochet. A comienzos de los años 80 y hacia el final de su Ensayo, Mario Góngora ya advirtió cómo “la época de las planificaciones globales” incluía no sólo a los gobiernos de Frei Montalva y Allende, sino también –y fundamentalmente, a la larga– al proyecto económico y político de la dictadura.

Se trata de una perspectiva convergente con la permanente objeción de Pedro Morandé a la “tecnología del cambio social programado”, que habría caracterizado a los gobiernos de los 60 en adelante (ver, por ejemplo, sus Textos sociológicos escogidos). Por motivos de credibilidad y honestidad intelectual, pero también en atención a los males asociados a las “planificaciones globales” que desconocen total o parcialmente la realidad en que se insertan, es crucial incorporar esta variable en el discurso constitucional del centro y la derecha. El drama no es sólo que el plebiscito del año 80 haya sido realizado –al decir del historiador Joaquín Fermandois– en “condiciones impropias de un Estado de derecho”. Quizá lo peor es que nociones como poder constituyente originario, con toda la carga refundacional y radical que le son propias, eran bastante ajenas hasta ese entonces en la tradición constitucional chilena. En esas ironías que la historia nunca deja de ofrecer, no fue un proyecto político de izquierda el que introdujo el ánimo revolucionario (contrarrevolucionario en este caso) al pensamiento constitucional del país. Cualquier reflexión renovada de la derecha requiere considerar y enfrentar esta paradoja, especialmente teniendo en cuenta la razonable y necesaria crítica a los ánimos jacobinos de hoy. Sobra decir que nada de esto cambiaría con un triunfo del “rechazo”. En rigor, se haría más necesario que nunca transmitir al país una visión propia y creíble del recorrido constitucional de las últimas décadas. Eso exige una mirada desapasionada al pasado y al presente.

El problema constitucional

Tal vez la principal convicción de aquellos sectores jugados por el “rechazo” es que si este triunfa, la izquierda y los partidarios de una nueva Constitución deberán reconocer su derrota: son las reglas propias de la democracia. Pero aun cuando es verdad que un ciudadano comprometido con el régimen democrático debe respetar el veredicto popular, conviene preguntarse por los alcances de ese hipotético resultado. La interrogante podría formularse como sigue: ¿es suficiente una victoria del “rechazo” para terminar definitivamente con el problema constitucional?

Naturalmente, la comprensión de ese problema, o incluso la sola aceptación de su existencia, depende del diagnóstico que se abrace. Si se considera, como suelen dar a entender tanto la nueva izquierda como antiguos concertacionistas, que dicho problema consiste única o principalmente en el origen antidemocrático del texto constitucional que nos rige –en que la Constitución vigente sería la “Constitución de Pinochet”–, bien podría pensarse que el plebiscito es capaz de poner punto final al problema constitucional.

Si, en cambio, uno considera, como gran parte de la derecha y de la antigua Concertación que no ha renegado de su historia, que la Constitución vigente es también el fruto de varias décadas de vida democrática, no conviene ser tan optimistas acerca de las reales posibilidades del plebiscito. Precisamente porque la Constitución actual no es la original, es que probablemente el cuestionamiento a la misma continuaría aún si vence el “rechazo”. Quizá el reparo perdería fuerza, pero no es seguro que desaparecería de nuestro horizonte. Esta es la paradoja que enfrenta la aproximación constitucional de la derecha.

El problema, parafraseando al Eric Voegelin de La nueva ciencia de la política[1], no pareciera radicar en la dimensión elemental o procedimental del orden constitucional, sino más bien en su dimensión profunda o existencial. En concreto: la Constitución vigente simboliza, articula y condensa las líneas matrices del régimen posdictadura, del Chile de la transición. Un Chile que venía cuestionado antes del estallido social pero que (¿habrá que decirlo?) luego del mismo terminó de agonizar. Y nada de esto se olvidará completamente por un triunfo del “rechazo”. Todo indica que hay un anhelo tan difuso como innegable de cambios reales, significativos, profundos. No necesariamente los cambios que anhela la izquierda, pero sí un deseo y una necesidad de una honda renovación institucional.

Si el cambio constitucional, que asoma como la punta de lanza de esa renovación, es descartado, ¿cuál será la apuesta, el itinerario, el símbolo que ofrecerá la derecha a una población que ya no cree en prácticamente ninguna de sus instituciones ni autoridades? Es perfectamente lícito abogar por el “rechazo”, tal como lo reconoce la propia existencia del plebiscito. Lo que sería absurdo es volver a cometer los mismos errores que llevaron a la generalidad de la derecha a tener poco y nada que decir en los días siguientes al 18 de octubre (recordemos en qué terminó el gabinete “sin complejos” o la idea peregrina de que el malestar social era un invento). El punto es que con “apruebo” o “rechazo”, nada de lo que explotó en octubre desaparece. Hay que tomarse en serio la crisis de representación, la extendida falta de confianza institucional y el grave déficit de legitimidad que atraviesa al sistema político. La crisis va más allá de la injustificable violencia desatada y, por lo mismo, urge anticiparse y pensar qué se le ofrecerá al país como camino de salida a la hora de procesar un estallido que seguirá ahí, incluso si llegara a ganar el “rechazo”.

Visión propia

La pregunta, entonces, es qué puede ofrecer realmente como hoja de ruta el oficialismo para canalizar, en términos simbólicos y eficaces, la indispensable renovación institucional que el país demanda. Al escribir estas líneas nada permite suponer que exista una visión acabada y compartida al interior del oficialismo. Sin embargo, hay algunas pistas a explorar, de la mano de quienes han pensado sobre la Constitución desde tradiciones y perspectivas afines al centro y la derecha. Dos ejemplos.

El primero es que la redacción original de la Constitución de Estados Unidos no contenía un capítulo de derechos. Esto hoy parece una herejía, pero basta leer El federalista para notar que muchos de los temores de algunos padres fundadores acerca del modo ambiguo y laxo en que se suelen entender los derechos constitucionales se han ido cumpliendo al pie de la letra. Hoy a ratos pareciera que todo es un derecho y nada lo es. La invitación, desde luego, no es a desconocer los derechos básicos vigentes, pero sí a reivindicar la otra cara de la moneda: lo fundamental, para esos padres fundadores, era la parte orgánica, la “sala de máquinas”, la organización y distribución del poder político. Esto es plenamente consistente con nuestras dificultades. Más allá del resultado del plebiscito seguirá en pie la necesidad de repensar el modo en que organizamos y distribuimos el poder en Chile. Abordar con rigor y ánimo reformista este aspecto, promoviendo cambios sustanciales en la materia[2], es un desafío ineludible de una derecha que “rechace para reformar”, como han señalado algunos parlamentarios oficialistas.

El segundo ejemplo va en la misma línea. Raymond Aron decía que lo más importante de una Constitución es su sistema electoral. Si efectivamente un texto constitucional organiza y distribuye el poder, es muy razonable pensar que en contextos democráticos hay pocas cosas tan relevantes como la forma en que se eligen los representantes de los ciudadanos. Tomarse en serio este aspecto apunta a una de las mayores dificultades evidenciadas con el estallido social: la desconexión entre la política y la ciudadanía. ¿Está dispuesta la derecha a reflexionar sobre estos asuntos de manera novedosa, proactiva, propositiva? ¿Impulsará cambios en materia electoral, política e institucional? Si llegara a ganar el “rechazo” se hará más urgente que nunca hacerlo, pues se habrá cerrado aquello que hasta ahora asoma como la única válvula de escape para una crisis que seguirá ahí, latente, y que exige respuestas a la altura de las circunstancias. Esa sería la hora de la derecha reformista. ¿Estará consciente? ¿Existirá?

[1] Ver más al respecto, incluyendo las referencias a Voegelin, en el capítulo 3 de mi libro La ilusión constitucional: sentido y límites del proceso constituyente (IES, 2016).

[2] Señalo algunas orientaciones al respecto en el capítulo 3 del siguiente libro: Alejandro Fernández (Ed.), El derrumbe del otro modelo (IES, 2017).