Columna publicada el 08.01.19 en La Tercera.

El sistema educacional chileno se encuentra sobrecargado de expectativas. Se espera de él que forme moral, política e intelectualmente a sus estudiantes, que les entregue habilidades profesionales y que sea el gran articulador de la justicia social del país. Casi no hay anhelo que los adultos no conviertan en un mandato al sistema educativo.

Escuchando nuestros discursos sobre la educación, de hecho, cualquiera pensaría que somos el país más ilustrado del mundo. Sin embargo, el asunto tiene mucho de farsa: la exigencia de todas estas excelencias y virtudes va, normalmente, desde las familias hacia las instituciones, pero restándose dichas familias de toda responsabilidad en el proceso educativo. Es la demanda de un cliente, de un consumidor de educación en contra de los centros que la proveen.

Padres que no leen, no conversan sobre asuntos políticos, no se esfuerzan por practicar las virtudes morales ni por mostrar el valor del trabajo bien hecho les exigen a quienes tienen a su cargo la educación formal de sus hijos que les traspasen todos estos atributos. Y si eso no ocurre, la responsabilidad es por completo del educador: no cumplió con la pega por la que le pagan. Por lo mismo, hemos llegado al absurdo de que si “el niño” se saca una mala nota o hace algo malo, la culpa sea de los profesores, los cuales reciben cada vez más agresiones por parte de los padres y apoderados enfurecidos por el mal rendimiento de sus pupilos. Agresiones que, además, son replicadas todos los días en la sala de clase por esos mismos estudiantes.

Por supuesto, hay estructuras que dificultan a las familias cumplir con su rol formativo. El descuido de las condiciones necesarias para hacer familia es uno de los males más profundos de nuestro actual orden social. Pero eso es solo parte del problema: la mayoría de las familias, en realidad, parecen convencidas de que ese rol simplemente no les compete.

Es así que llegamos al sujeto estudiantil que funa la PSU. Al cabro chico convencido de que todas sus virtudes son de su propiedad, mientras que todos sus defectos son culpa de otros. Al que cree que puede entrar a patadas a la universidad, porque total ella no es un lugar dedicado al saber, sino a la distribución de títulos profesionales vinculados a posiciones de poder. Al adolescente enojado que quiere su cuarto de libra con queso (¡ahora!).

Frente a él, frente a este pequeño tirano, los adultos -especialmente la generación traumada por la experiencia autoritaria- han guardado un silencio bastante parecido a la estupidez. Pero esto se tiene que acabar: un país conducido por niños consentidos y adultos aduladores no tiene ninguna dignidad ni destino.