Artículo escrito por la periodista Marisol García para la revista IES Punto y coma.

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Para el cantante nacido en Rancagua y fallecido el año pasado en México el cruce hacia el gran mercado de la música mundial no fue tanto un ejercicio de adaptación como la persistencia en la defensa de un estilo. En su legado, la idea de lo latino es marca peculiar y no estandarización.

Es común que bajo la etiqueta “música latina” se estandaricen códigos que suelen ser muchas cosas menos eso. Para simplificarse las cosas, medios y mercado reducen a unos pocos tópicos las referencias casi incontables de ritmos, instrumentos, métrica y formas de interpretación típicos de veinte países —y todas sus regiones— y las mezclas (y remezclas y fusiones y concubinatos) entre ellos. Se entiende, entonces, que lo que en Sudamérica recibimos desde el Primer Mundo como nuevos hits de música latina no sea casi nunca la devolución de algo que no supimos atender a tiempo, sino un artefacto nuevo, adaptado a tal cantidad de fórmulas que bien califica como producto importado.

Veamos a los ganadores de la categoría de «álbum de pop latino» en los últimos cinco años de los Grammy: Claudia Brant (2018), Shakira (2017), Jesse & Joy (2016), Ricky Martin (2015) y Rubén Blades (2014) son músicos nacidos en Latinoamérica, pero con residencia extendida en Estados Unidos o España. Todos ellos tienen equipos de colaboradores activos en el hemisferio norte y oficinas de producción que priorizan convenios y giras para los grandes mercados angloparlantes. Atendiendo sus diferencias, lo cierto es que a través suyo aprendemos poco de nuestras propias raíces, pero mucho sobre qué referencias a ellas se venden bien en el extranjero.

El campo de batalla del mercado continental en que los músicos latinoamericanos de los cincuenta y sesenta consiguieron objetivas conquistas era distinto. Para esa lista de próceres del mambo, la bossanova y “La bamba”, el exotismo fue un rasgo a defender, y que en su caso llegó a ser premiado precisamente por su habilidad para mostrar su diferencia sin sacudir las impecables normas de trato impuestas por la gran promoción.

De esa excepcional mezcla de talento, identidad, atrevimiento y “don de gentes”, el chileno Lucho Gatica (1928-2018) fue emblema, y el mundo encarnó en él su fascinación por el bolero, como si la fuerza completa de un género típicamente centroamericano encontrase en sus habilidades todo lo necesario para volverse global.

La conocida foto de Lucho Gatica con Elvis Presley en los estudios MGM de Hollywood sigue resultando asombrosa a sesenta y dos años de haber sido tomada. No está en ella la estela de fugacidad ansiosa que hoy evidencian las selfies: entre los reyes del bolero y el rock’n’roll parece haber una conversación distendida, de referencias en común, gentileza y respeto mutuo. Ni el chileno parece encandilado, ni al de Memphis lo comandan el apuro ni la incomodidad.

“Tú eres muy famoso en los países latinoamericanos”, le habría dicho Presley a Gatica, , y es posible que ese recuerdo del chileno, consignado en la revista Ecran, no tuviese una gota de fantasía jactanciosa. Para 1957, Lucho Gatica era ya una estrella de marcas contundentes al menos en Brasil, México, Puerto Rico y España. Estándares del bolero como “No me platiques más”, “Historia de un amor”, “Contigo en la distancia” y “Bésame mucho” circulaban para entonces en sus grabaciones como la versión de referencia.

Instalado en Ciudad de México desde 1955, una particular mezcla de ambición, capacidad de trabajo, encanto personal y atrevimiento había acelerado la carrera del joven de Rancagua no sólo con rapidez, sino también con alianzas de asombrosa efectividad. Era como si Gatica hubiera apostado a ganador en todas sus primeras decisiones sobre con quién trabajar, qué repertorio grabar y en qué condiciones hacerlo. Por eso, ya había podido no sólo entrar a estudio con el cantautor brasileño Tom Jobim, el arreglador chileno Vicente Bianchi y el director de orquesta mexicano José Sabre Marroquín, sino también aprovechar una primera y breve visita a Londres para dejar registradas cuatro canciones en los estudios EMI, los mismos que hoy conocemos como “Abbey Road Studios”

Para mediados de la década de los cincuenta, el nombre de Lucho Gatica ya no era sólo el de un chileno internacional, sino el de un cantante de la más alta consideración entre sus pares, además de un ídolo de multitudes en construcción. Una tumultuosa anécdota en Perú iba a quedar luego estampada en la novela La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa, cuando el futuro Premio Nobel, a la sazón libretista de radio Panamericana de Lima, se vio forzado a ejercer de guardaespaldas para que la estampida de fanáticas no barriera con él.

Era esa estrella la que se cruzó con Elvis Presley en un estudio de Hollywood, y no era solo el de “Love me tender” el que estaba ocupado (en otra mala película, probablemente). En 1957, Capitol Records había largado en Estados Unidos lo que sus ejecutivos llamaron «la ofensiva Gatica en USA»: un plan de conquista pacífica en un medio musical hasta hoy desafiante para los latinoamericanos.

En septiembre de ese año, el bolerista ingresó a los legendarios estudios Capitol, en Los Ángeles, para grabar nada menos que junto a la orquesta de Nelson Riddle, el orquestador de Frank Sinatra, Ella Fitzgerald y Nat King Cole. En un inglés impecable, arropado por arreglos de altura, el chileno confirmó en sus versiones para “Blue moon”, de Rodgers y Hart, “If I love”, del francés Loulou Gasté, y otras dos composiciones de autores estadounidenses su total comodidad con los códigos de trabajo de la gran industria mundial del espectáculo.

Ediciones especiales del sello Capitol con títulos en inglés para grabaciones de boleros, tonadas y zambas (Lucho Gatica sings South American songs, Lara by Lucho, entre otras) prueban la prioridad que por un tiempo tuvo su expansión en Norteamérica. Los contactos de Carlos Gastel, productor y manager de Nat King Cole, le permitieron al rancagüino convertirse en el primer latino en shows televisivos tan relevantes como los de Perry Como y Dinah Shore.

En la cumbre de su popularidad, se cuentan shows de Lucho Gatica en el Hollywood Bowl de Los Angeles (1959) y en el Carnegie Hall de Nueva York (5 de abril de 1963), marca pionera esta última para todo el canto latinoamericano. Una hora de presentación junto a la Orquesta Filarmónica de Nueva York bajo dirección de Lalo Schifrin fue ocupada entonces por un repertorio de boleros, tangos y otras canciones latinoamericanas.

“Llegó, canto y triunfó”, reportó luego la nota en Ecran sobre ese concierto histórico en el recinto de la Séptima Avenida. Notas diversas en la prensa de la época registraban a veces con fascinación la vida nómade de un cantante largado a la promoción incesante en vivo (Cuba, España, Puerto Rico… ¡Filipinas!), sin problemas de mostrar su vida doméstica (junto a la portorriqueña Mapita Cortés, su primera esposa, y sus cinco hijos en común), y siempre sonriente en fotografías a solas o con los más rutilantes compañeros y compañeras a su lado. La española Sara Montiel posó varias veces con el chileno, y en el recuerdo de su amistad hubo luego un certero diagnóstico de las características de su impacto: “Fue un hombre que marcó una época, un estilo. Un hombre maravilloso”, dijo una vez en la televisión la cantante y actriz de El último cuplé (hábil también ella misma en el cruce transcontinental de mercados). “El bolero gracias a Lucho Gatica empezó a estar en auge, y todos recordamos perfectamente amores y desamores con los boleros de Lucho”.

Tratándose de Lucho Gatica, el ejercicio de recopilar elogios de admiradores de alta estatura musical sirve para algo más que el encandilamiento. Lo que se asoma entre las loas que antes y después de la muerte del cantante chileno vertieron personajes como Chico Buarque, Armando Manzanero, Raphael, Juanes o José Feliciano es, además de entusiasmo, un diagnóstico certero sobre el modo en el que una generación (y sus descendientes) conceptualizó cómo debía ser el canto romántico en castellano.

“Era el cantante favorito de mi padre, que siempre decía: ‘Estos chicos que cantan ahora boleros los cantan muy bien, pero como Lucho Gatica, ninguno’”, recordó el español Alejandro Sanz al momento de los obituarios. “Todo lo que se vaya a escribir en la música latina en términos de bolero tiene que pasar por Lucho Gatica, obligado. Es el hombre que, con su voz, con su manera de cantar, enseñó el espíritu de la preciosura”.

En una conferencia de prensa en Chile, pocos días después de la muerte del chileno en México, Joan Manuel Serrat se vio encantado de desviarse un rato de las insistentes preguntas sobre el independentismo catalán y sus recuerdos de juventud: “Conocí a Lucho Gatica, fue amigo mío. Nos separaban los años y también los lugares en que vivíamos, con él por tanto tiempo en México. He sido un ferviente admirador. Cantaba boleros de Gatica desde mis años jóvenes, radiofónicos, en los que vivía pegado a la radio, y le estoy muy agradecido por lo que me ha enseñado. Su forma de cantar ha sido realmente una forma… diferente. Es reconocible a todas luces. Al escucharlo, es imposible confundirle con otro. Nadie cantó ni cantará como Gatica. Lamento su pérdida, pero felicito la vida que artísticamente ha podido disfrutar, y ha podido regalar a la gente no sólo del bolero, de la canción, del tiempo musical que le tocó vivir. Si usted sigue mi repertorio verá que está lleno de canciones aboleradas y de boleros disimulados. Porque en el fondo el bolero y la balada caminan mucho de la mano. El bolero es nuestra balada por excelencia, y me muevo por ella de una manera absolutamente natural. A cualquier hora del día y sobre todo de la noche”.

Para un madrileño y un barcelonés, pero también para cariocas, habaneros, limeños y parisinos (creo recordar que también Aznavour le dedicó alguna vez sus elogios), Lucho Gatica encarnó no tanto un repertorio de éxito como un estilo del cual sacar lecciones. Los actuales intérpretes hispanoamericanos de éxito pueden hacer circular por el mundo códigos anclados en las formas de sus canciones y de su imagen, pero no realmente un estilo distintivo de interpretación. Quedan casi siempre sus hits, no sus rasgos particulares. Gatica los tuvo en canto y en promoción, en personalidad y en ambiciones; pioneras todas ellas para el modo en que luego se comprendería su lugar en la música y la gran industria.

“El impulso central de su carrera siempre lo obtuvo Lucho Gatica de sí mismo, utilizando todos los medios que estaban a su alcance para desarrollar y encauzar su talento según los requerimientos de la época”, destaca el musicólogo Juan Pablo González, y el propio cantante sostuvo esta misma idea al definirse a sí mismo como un cantante “con la convicción de un artista”.

En la discografía de los músicos hispanoparlantes hoy famosos en Estados Unidos suele haber un antes y un después de la conquista a gran escala, cuando los pulsos primarios —los más cercanos y espontáneos— ceden el paso a recursos estandarizados, en los que “lo latino” no es flujo central sino más bien una bien hilada red de guiños y adornos. Un bongó o un bandoneón, una sección de bronces entrenada en las rancheras o un acelere de percusión aprendido de la salsa se presentan como recursos suficientes para que un auditor europeo o norteamericano crea estar frente a una manifestación cultural foránea en toda regla. En los discos de superestrellas hispanoparlantes como Luis Miguel, Gloria Estefan o Luis Fonsi la presencia de citas musicales a sus países de origen no supone, en lo absoluto, un abrazo decidido a sus raíces. Están en su derecho de hacer canciones amables para las radios internacionales, y nosotros en el nuestro a llamar a lo suyo pop y balada.

Las marcas de géneros latinoamericanos capaces de encantar a Estados Unidos bajo reglas propias son emocionantes porque han sido excepcionales, lo cual no quita un ápice de contundencia a la conquista. Quizás sean la bossanova y el bolero los dos géneros nacidos en nuestra región que con mayor prestancia se instalaron en el mercado norteamericano durante la segunda mitad del siglo XX. Lo hicieron con sus autores, voces, productores y conjuntos a cargo. Al menos por un momento, la música latina dejó de ser con ellos una adaptación al gusto dominante para convertirse en una fuerza invasora propiamente tal. Dulce, melancólica y cadenciosa, pero invasora al fin.

“Cuando comencé, hubo quien dijo que era imposible que alguien triunfara cantando así”, recordó una vez Lucho Gatica en entrevista con el diario español ABC. “Yo seguí en mis trece, porque no podía cantar de otro modo de cómo lo sentía. Mi estilo, si se puede definir así, une la emoción y una voz que ayuda a expresarla. Mis canciones son pequeñas historias con las que los oyentes pueden de alguna manera identificarse: una frase, una sensación, un recuerdo, una referencia… y se produce el milagro. Ahí creo que radica mi éxito”.

Es innegable que en esa autoevaluación faltan varias claves para explicar cómo un joven rancagüino ex alumno de los Hermanos Maristas termina con una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood, pero está, al menos, la disposición de quien se evalúa a no distraerse en datos cuantificables. Lo dice él y lo dicen los demás, antes, ahora y quizás hasta cuándo: se trata de una cosa de estilo.

Marisol García es periodista, y se ha especializado en música popular y canción chilena. Ha escrito y editado numerosos libros, entre los que destacan Canción Valiente. 1960-1989. Canto social y político en Chile (Ediciones B, 2013), que ganó el Premio Municipal en la categoría de mejor investigación periodística el año 2013, y Llora, corazón. El latido de la canción cebolla (Catalonia/CIP-UDP, 2017), Premio Pulsar a la Mejor publicación musical literaria. Además, es coeditora del sitio MusicaPopular.cl y parte del equipo que organiza el festival IN-EDIT, especializado en documental y cine musical.