Columna publicada el 12.01.20 en El Mercurio.

Esta semana, ocho senadores de Renovación Nacional anunciaron que votarán “Rechazo” en el plebiscito de abril. Además, Evópoli —que en un principio se había mostrado favorable al “Apruebo”— manifestó estar en reflexión. A esto debe sumarse la posición que la presidenta de la UDI expresó pocas horas después de firmado el acuerdo del 15 de noviembre. Es cierto que algunas de sus voces relevantes siguen comprometidas con el “Apruebo”, pero todo indica que el oficialismo se está inclinando mayoritariamente por rechazar la nueva Constitución.

Esta actitud contrasta con el ánimo inicial de la derecha, mucho más proclive a una nueva Carta Fundamental. De hecho, destacados dirigentes de Chile Vamos modificaron abiertamente su opinión. El cambio parece tener varios motivos. Por un lado, los dirigentes oficialistas creyeron percibir que el grueso de su electorado votará “Rechazo”, y sería un suicidio político —además de un regalo para José Antonio Kast— hacer lo contrario que sus votantes. Por otro lado, los partidos de gobierno firmaron el Acuerdo por la paz y la nueva Constitución pensando que así podría encauzarse la crisis, y restablecer el orden público. Por muchas razones, esto no se produjo, o al menos no completamente. Si el camino constituyente no permitió el regreso del orden, y mantuvo grados elevados de incertidumbre, no debe extrañar que la derecha vuelva a su posición inicial.

Esto nos conduce a otra consideración relevante: parte importante del oficialismo suscribió el acuerdo de noviembre movido por el miedo. En otras palabras, se enfrentó a la disyuntiva de entregar la Constitución o dejar que el sistema entero se desplomara. No obstante, la persistencia del desorden y sobre todo la complacencia de cierta izquierda con ese desorden, solo ha alimentado la desconfianza respecto de un eventual proceso constituyente. Además, la manera en que la oposición enfrentó el tema de la paridad —convirtiéndolo en un virtual chantaje moral e intimidatorio—, y el modo en que se votó la acusación constitucional contra un Presidente que ya había cedido mucho poder, fueron endureciendo las posiciones. Lo ocurrido esta semana con la PSU solo reforzó esa sensación, pues varios dirigentes opositores hicieron todo tipo de piruetas retóricas para intentar justificar que un puñado de jóvenes impidiera que miles de estudiantes secundarios pudieran rendir la prueba. En el fondo, parte de la izquierda sigue entrampada en su clásica confusión de fines y medios, pues —embriagada con la ilusión del momento cero que permita reescribirlo todo ex nihilo— le cuesta mucho comprender que medios ilícitos terminan contaminando los fines más elevados. ¿Qué esperar de una deliberación constitucional en esas condiciones? ¿Podremos comprender que no hay justicia posible sin orden? ¿Somos adversarios políticos o enemigos? ¿Es posible tener una Constitución legítima en medio del desorden y de la impunidad con la que actúan los grupúsculos más violentos?

Llegados a este punto, surge desde luego una objeción, que ha sido bien formulada por Agustín Squella: la Constitución vigente fue redactada en medio de la violencia, en el marco de un proyecto refundacional llevado a cabo en dictadura. El argumento tiene su peso, pero también su limitación. En efecto, quizás no deberíamos repetir, en ningún sentido y en ningún grado, el pecado de origen de la actual Carta Magna. Pero hay más: el plebiscito de abril le quitó, de una vez y para siempre, el poder de veto a la derecha. La Constitución vigente solo podrá conservarse si la opción “Rechazo” gana en abril; y, en ese caso, ya no podremos hablar más de pecado de origen, porque habrá sido validada en democracia plena (concediendo que el plebiscito de 1989 fue realizado en condiciones singulares). En ese sentido, lo mejor que puede ocurrir es que cada cual exponga sus razones, y que los chilenos decidan libremente. El Gobierno, por su parte, también debe recuperar algo de iniciativa, aunque fuera para garantizar que la elección pueda realizarse en paz. De lo contrario, entraremos en un callejón muy oscuro, pues habremos perdido ese espacio institucional común que nos permite resolver pacíficamente nuestras diferencias.

Es innegable que la violencia —ya lo sabía Maquiavelo— suele estar en el origen de los procesos políticos, y nuestra crisis no es la excepción. Es probable que sin quema del metro (cuyos responsables aún no conocemos) nada de esto estaría sucediendo. Con todo, la violencia inicial puede ser asumida de muchos modos. El plebiscito de abril es un esfuerzo por reconducirla institucionalmente, y el proceso tiene dos condiciones. La primera es admitir que el “Rechazo” es, en principio, tan legítimo como el “Apruebo”. La segunda es condenar de modo incondicional —sin “peros”— toda forma de violencia como método de acción política. Cualquier otro camino solo nos acercará un poco más al despeñadero.