Columna publicada el 30.12.19 en The Clinic.

Nadie pensó que cerraríamos la década inmersos en una crisis como la que estamos viviendo. Ya se ha dicho hasta el cansancio que muchas voces anticiparon el descontento que se desató en octubre, alertando sobre la dureza de la vida para la gran mayoría de los chilenos o denunciando la promesa falsa del éxito y la meritocracia (o al menos, su reserva para unos pocos). Sin embargo, nadie predijo que estallaría ahora ni con tanta fuerza, como si se hubieran unido todas las manifestaciones del malestar para explotar con furia en un mismo momento. Esto es particularmente claro para la clase política que, hasta octubre de 2019, concentraba parte importante de sus preocupaciones en la llamada “amenaza populista”. Haciéndose eco de sus pares internacionales, representantes e intelectuales de relevancia nacional, dedicaban libros y columnas a advertir que Chile no era inmune a la ola que azotaba al mundo y que debíamos desplegar una serie de sofisticadas estrategias para resistir al líder que, de pronto, irrumpiría prometiendo resolver todas nuestras dificultades. El problema es que se dedicaron más a construir un enemigo abstracto e imaginario, a ver si lográbamos identificar a nuestro propio Trump, que a observar las condiciones particulares que en nuestro país podían hacer posible su emergencia. Y así, la crisis de octubre les estalló en la cara, mirando hacia sus elucubraciones teóricas, incapaces de reconocer que más que en un virus externo, el peligro principal residía en su propia ceguera.

Esta obsesión con el populismo se tradujo en al menos dos dificultades que explican parte de la parálisis en la que se ha visto sumida la clase política. La primera, es que no pudo ver que la crisis no vendría de la aparición de un líder demagógico, sino de una ciudadanía que, conforme o no con el modelo, experimentaba sistemáticamente la sensación de que sus demandas eran desoídas. Pero como esta obsesión está también marcada por un fuerte elitismo, nunca se anticipó que el malestar ciudadano podía volverse gatillante de procesos sociales y políticos como los que hoy están teniendo lugar. Y frente a ese escenario, la política se vio, de pronto, sin herramientas para conducir la crisis. La segunda dificultad reside en el hecho de haber convertido al líder populista en la instancia que concentra todos los defectos posibles, como si la clase política que se le opone fuera inmune frente a ellos. Así, no ha logrado tomar consciencia de cómo, en el curso de esta crisis, ella misma ha ido realizando las amenazas que, hasta el 18 de octubre, eran patrimonio exclusivo del populismo. Pocos negarán que, en poco tiempo, la moralización del debate, la reducción del adversario político a un enemigo, la oposición entre un pueblo virtuoso y una elite corrupta (expresada con especial claridad en la famosa “cocina”) o el desprestigio de la mediación política (con voceros reemplazando a representantes) han ido invadiendo nuestra discusión pública, mostrando que todos podemos convertirnos en nuestro propio enemigo.

La amenaza populista tan anunciada se ha terminado por revelar como un profundo error de lectura, como un punto ciego que alejó a la clase política de lo que debía observar con atención. Y ahora, consciente de ello, tiende sin embargo a ratos a ceder por entero a lo que por tanto tiempo ella misma describió como un peligro para la democracia. La necesaria autocrítica de la clase política no puede transformarse en culpa, porque entonces no harán más que renunciar al papel que hoy, más que nunca, es urgente que cumplan. Las demandas de la calle, por más potentes y claras que sean, no constituyen un programa político. Siguen necesitando de intérpretes que sepan justificarlas y jerarquizarlas. Y esa función, para bien o para mal, reside aún en los políticos y en su vilipendiada pero insustituible mediación.