Columna publicada el 07.01.19 en El Líbero.

El 2020 comienza bajo el peso del 18 de octubre. Este nuevo año será conducido por la resaca de la crisis que se inició con la quema del metro de Santiago y que parece de nunca acabar. Hoy la agenda política se define por las circunstancias y es, en algún sentido, del todo contingente. Es en este escenario donde iniciamos un proceso de cambio constitucional.

Por lo general, las constituciones son creadas en contextos de conflicto o después de alguna crisis social. Pero eso no quita que el proceso deba darse bajo garantías mínimas que aseguren su buen desarrollo. Estas son importantes, primero, porque gran parte de la legitimidad de la Carta Fundamental se juega en el modo en el que se lleve a cabo su génesis. Segundo, porque la calidad del texto constitucional (y, por tanto, su nivel de eficacia) depende de la concurrencia de ciertas condiciones que propicien el debate y la deliberación, la búsqueda de acuerdos y la ponderación de argumentos. Una tarea tan grande como lo es fijar las reglas fundamentales de la vida en comunidad y del poder político exige un trabajo profundo, que no puede ser tomado a la ligera.

Un proceso constituyente requiere, por de pronto, mínimos de paz que deben ser respetados. Es imposible que el órgano encargado de redactar una nueva Constitución pueda lograr un buen resultado cuando la presión de la violencia y la funa se encuentran a la vuelta de la esquina. ¿Puede redactarse una nueva Constitución en ese escenario? ¿Puede un miembro de la eventual convención votar con tranquilidad un asunto si sabe que, de no ser popular, es probable que la violencia se desate nuevamente en las calles? Por otro lado, es al menos preocupante que el país se sumerja en un proceso de esta envergadura cuando tantos compatriotas siguen sometidos a la ley de la calle (y, tristemente, en los barrios más marginales, donde las cámaras y las luces no llegan).

Todo proceso constituyente también exige seriedad y espíritu republicano; sin embargo, los espectáculos en el Congreso Nacional no dan esperanzas de ello. Confundiendo la representación con la vocería de la calle, nuestros parlamentarios parecen estar en un reality show, donde la principal preocupación es quién realiza la mejor performance. En vez de ocuparse de los asuntos que requieren su atención, abusan de los instrumentos constitucionales para sacar réditos propios. Tampoco parecen defender convicciones sólidas (la votación sobre la paridad dio claras muestras de ello), ni orientan sus esfuerzos a mantener los acuerdos alcanzados, lo que inevitablemente tensiona las relaciones políticas sobre las que se sustenta el proceso que iniciamos. ¿Serán ellos quienes nos representen en un eventual órgano constituyente?

La pregunta, entonces, es si existen las garantías mínimas para iniciar un proceso constituyente y si estamos haciendo algo para alcanzarlos. A fin de cuentas, los motivos que justifican un cambio constitucional no bastan por sí solos para garantizar un proceso saludable. Pues los procedimientos – y no solo los contenidos – importan.