Columna publicada el 18.01.20 en La Tercera.

Puede que mucho del enigma que representa un estallido social sin liderazgos ni objetivos declarados se resuelva si, en vez de aplicar exclusivamente categorías sociológicas anglosajonas y europeas para observar este fenómeno, usamos nociones más adecuadas a sociedades como la nuestra, donde el elemento presencial y pre-reflexivo, tal como muestran Cousiño y Valenzuela en Politización y monetarización en América Latina, juega un rol más potente.

Tomemos, por ejemplo, este análisis de la fiesta de Octavio Paz (“Todos Santos, Día de Muertos”, de El laberinto de la soledad): “En ciertas fiestas desaparece la noción misma de orden. El caos regresa y reina la licencia. Todo se permite: desaparecen las jerarquías habituales, las distinciones sociales, los sexos, las clases, los gremios (…) Se ridiculiza al ejército, al clero, a la magistratura. Gobiernan los niños o los locos. Se cometen profanaciones rituales, sacrilegios obligatorios (…) Se violan reglamentos, hábitos, costumbres (…) el individuo respetable arroja su máscara de carne y la ropa obscura que lo aísla y, vestido de colorines, se esconde en una careta, que lo libera de sí mismo”.

¿No calza extrañamente bien esta descripción con muchos de los fenómenos vividos durante los últimos meses? El rechazo a toda jerarquía, a toda distinción y autoridad -que alcanza una intensidad casi delirante respecto a carabineros- sin duda se refleja bien en el espejo de la fiesta. También el carácter transversal de la protesta, su fuerte elemento de farsa o parodia -como los niñitos progres hijos de padres doctorados posando de proletarios- y la reivindicación de lo excluido de la autoimagen “oficial”: lo indígena, lo flaite, lo sexualmente ambiguo, acompañado de la transgresión de símbolos patrios y religiosos.

La función de la fiesta, según Paz, es refundir todo en un caos primordial desde el que renace el orden. Sin embargo, en muchos casos puede ser simplemente una suspensión momentánea del orden que opera como válvula de escape a la rigidez de sus estructuras. Por eso no es raro un rebote autoritario.

No pretendo reducir todo el estallido social al deseo festivo. Es claro que hay más elementos en juego, como los problemas de abuso económico y desigualdad extrema, pero me parece muy relevante incorporar la fiesta como punto de vista para comprender muchas dinámicas que, hasta ahora, han sido consideradas simplemente irracionales.

¿Es posible que la diferenciación funcional de la modernización capitalista haya puesto bajo tal nivel de presión nuestro vínculo social, que terminara generando una explosión más festiva que revolucionaria? Esto podría explicar la mezcla de nostalgia comunitaria y subjetividad radical que se registra en las calles, así como la incapacidad de todos los actores políticos para ejercer la representación.

La pregunta que queda en el aire es cómo se termina una fiesta. Cómo se vuelve al orden. Corregir injusticias -en lo que el gobierno está por fin avanzando- es mucho más fácil que parar un jolgorio. ¿Es el populismo la respuesta? ¿La incorporación de los nuevos elementos simbólicos? ¿Un rebote autoritario? Lo sabremos en el próximo capítulo de esta extraña fantasía colectiva.