Columna publicada el 21.12.19 en La Tercera.

Cuando se lee “El Federalista” (obra clásica de la teoría política de Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, N. del E.) llama la atención lo cuidadoso y, a veces, alambicado del lenguaje. Al explorar las razones de ello, uno se topa con que los revolucionarios estadounidenses consideraban los buenos modales y la moderación en el trato como una manifestación de la igual dignidad de quienes participaban de la interacción. Lo opuesto a ese trato, pensaban, era el lenguaje agresivo y sarcástico, que asociaban con el absolutismo y la monarquía: la forma en que un rey absoluto trataba a un súbdito.

En otras palabras, el buen trato era considerado una expresión de libertad.

En el caso de Chile, en cambio, históricamente hemos tendido a pensar que la libertad se expresa de una manera opuesta: como un desenfreno de la expresión y un descontrol de la agresión. Asumimos, dada nuestra organización clasista y autoritaria, que lo que se expresa cuando somos brutos es nuestro “verdadero yo”, liberado de las formas impuestas que se nos ocurren hipócritas y artificiales. No pocas veces asociamos violencia y verdad, como si los modos pacíficos fueran meras máscaras.

Esta tendencia ha sido puesta en tensión por el desarrollo del Chile de clase media y espíritu democrático que comienza a buscar plasmarse con mayor nitidez en las instituciones sociales y políticas. Cualquiera que circule en el espacio público durante estos días puede apreciar que el buen trato lucha por abrirse camino entre nosotros, al mismo tiempo que muchos se han sentido autorizados, en razón del estallido social, a ejercer el maltrato y el abuso como forma de venganza y declaración de libertad.

Esta tensión se siente también en el plano de la política. Nuestros representantes dudan de si el nuevo espíritu democrático exige de ellos un trato agresivo y desdeñoso, o bien una actitud templada y respetuosa. El ambiente construido en torno al acuerdo por la paz contrasta fuertemente con el show destemplado y excesivo de los últimos días.

Mucho se juega en esta disyuntiva. El avance decidido de nuestro país hacia el horizonte de dignidad planteado por el estallido social demanda, además de reformas institucionales, un cambio en la forma en que nos tratamos. El vínculo interpersonal, después de todo, ha sido sistemáticamente señalado en las investigaciones como uno de los espacios donde más se resiente la humillación y el desprecio.

Nuestros representantes políticos, enfrentados a un debate tan importante como el constitucional, deberían tomar esto en cuenta. El espectáculo barato de descalificaciones, puestas en escena y pachotadas en el que comienzan a caer es contrario al espíritu de los anhelos populares que pretenden conducir y convocar. Es imposible que la nueva etapa democrática de Chile sea fundada o reflejada por dinámicas comunicacionales propias de “Morandé con compañía” o de alguno de nuestros nefastos programas de farándula.

Además, no sirve de nada reclamar una mayor presencia de las mujeres -y de lo femenino- en el espacio público si es que se hace por medios y con fines simplemente fálicos: control, dominación, poder.

Sólo un trato y un tono acorde al horizonte de vida común que comienza a perfilarse puede prevenir que el periodo de reformas y cambios en que nos vamos internando termine siendo una gran contradicción performativa. Un gran abuso en nombre de la dignidad.