A propósito del centenario de la muerte de Max Weber, volvemos a publicar este artículo de Beltrán Undurraga, el cual aparece en la revista IES Punto y coma.

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Mi fórmula para expresar la grandeza en el ser humano es amor fati [amor al destino]: el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No solo soportar lo necesario, y aun menos disimularlo —todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario— sino amarlo.

Friedrich Nietzsche, Ecce Homo

¡Ah, pero qué clase de mañana es esta, que me despierta a la estupidez de la vida, y a su gran ternura!

Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

“La ciencia como vocación” y “La política como vocación”, las dos famosas conferencias que el sociólogo alemán Max Weber dictó hace un siglo ante estudiantes universitarios en Múnich, poseen un valor intelectual que desborda a las ciencias sociales, donde gozan de un status canónico. La reflexión de Weber sobre el sentido, las condiciones y el alcance del conocimiento científico y de la acción política interpelan, hoy como ayer, a todo individuo que aspira a desempeñarse profesionalmente en el mundo académico o la arena política. Y en la medida en que problematizan de manera ejemplar el destino del ser humano en el mundo moderno, las conferencias son también relevantes para un público general. A pesar de ser intervenciones originalmente articuladas en respuesta a un contexto histórico, político y cultural específico, el diagnóstico epocal articulado en ellas conserva buena parte de su vigencia.

Es imposible hacer en esta reseña una revisión sistemática de todos los aportes teóricos que hacen de estos textos un punto obligado en la formación sociológica. Sí es posible, en cambio, relevar el gesto fundamental —a la vez filosófico, ético y político— con que Weber provocó a su audiencia en Múnich; un gesto que, a pesar de la distancia, desafía tanto y más al lector contemporáneo. La actualidad de “La ciencia como vocación” y “La política como vocación” hay que buscarla en el llamado que hace Weber a reconocer, y aceptar con madurez, las condiciones de la vida social moderna; a conducir la propia vida sin albergar ilusiones respecto a la existencia de soluciones definitivas a los problemas y contradicciones de la modernidad, y sin abrigar, por tanto, resentimientos cuando las causas que abrazamos chocan con la estúpida terquedad del mundo. El legado de estas conferencias se encontraría, así, en su radical sinceramiento de las posibilidades de realización del ser humano en medio de aquel “mundo desencantado” a cuyo análisis e interpretación Weber dedicó su vida académica.

Aunque las conferencias fueron editadas póstumamente en conjunto —en castellano bajo el título El político y el científico[1]—, las separa una acontecida distancia de poco más de un año. “La ciencia como vocación” fue dictada en noviembre de 1917, en una Alemania agotada por el esfuerzo bélico de la Gran Guerra y conmovida por las dos Revoluciones rusas de febrero y octubre. En enero de 1919, cuando Weber pronuncia “La política como vocación”, Alemania había sido derrotada, y la Revolución de Noviembre comenzaba su declive con la represión del levantamiento espartaquista, marcado por el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht días antes de la conferencia. El clima político y cultural era incierto. Weber, ampliamente reconocido como uno de los intelectuales públicos más influyentes de Alemania, había sido invitado a dictar ambas conferencias por el rector de la Universidad de Múnich. El marco de la invitación era una serie de foros organizados por una asociación de estudiantes liberales de izquierda en torno al tema del “trabajo intelectual como vocación”.

Weber sabía muy bien que su audiencia estaba conformada en su mayoría por jóvenes idealistas ávidos de orientación y certezas. Esa efervescencia explica el gesto esencial de las conferencias. Tal como advierte enfáticamente al comienzo de ambas intervenciones, lo que diría iba a defraudar las expectativas de esos estudiantes reunidos en Múnich y, por extensión, las de todo individuo que busca en la ciencia o la política refugios seculares capaces de ofrecer respuestas ciertas y objetivamente fundadas a los dilemas de la condición humana moderna. Por el contrario, su propósito era educar a su audiencia respecto a la incompatibilidad entre ese anhelo y las condiciones reales del mundo.

Es en este contexto que el problema de la ciencia y la política en tanto vocaciones, asume su centralidad. La idea de “vocación” (beruf) había desempeñado un rol crucial en el famoso argumento de Weber sobre la afinidad entre el espíritu capitalista y la ética protestante del trabajo. Con Lutero y Calvino, el trabajo mundano había adquirido una dignidad históricamente inédita como “tarea encomendada por Dios”, de modo que en la beruf se jugaba el sentido último de la existencia del creyente. Es importante retener las resonancias religiosas que perviven, en las conferencias, en la idea de vocación: lo que está en juego es la posibilidad de que el individuo encuentre, en la ciencia y en la política, algún sentido al mundo y a la propia existencia. Y esto en una época en que la sociología de Weber se define por el despliegue de una “racionalización” científico-técnica que, lejos de describir un progreso en términos morales o de justicia social, impone la mera administración eficiente de las cosas como el valor supremo que rige la conducta humana. Weber describe un mundo en el que todo aquello que no puede ser medido, calculado y gestionado ha sido expulsado de las instituciones sociales, incluyendo, ante todo, la pregunta por el sentido (que Weber problematiza en la primera conferencia invocando a Tolstoi).

La interpelación weberiana tiene un diagnóstico: un mundo kafkiano y carente de sentido. Tales condiciones demandan una disposición o temperamento que Weber no cree percibir en su audiencia. El individuo con vocación académica o política, que busca un sentido en medio del desencanto, debe estar dispuesto no solo a soportar una realidad desencantada, porfiadamente recalcitrante a sus propósitos, escasa en garantías y carente de certidumbres finales. Debe también saber amarla. Sin amor fati, sin querer el propio destino a sabiendas de las circunstancias, el individuo está condenado a la frustración y el resentimiento. Lo que hace Weber es aplicar un test nietzscheano: a pesar de todo el sinsentido de la vida social, tanto en la academia como en la esfera pública, ¿está usted dispuesto a perseverar en su vocación y amar el mundo tal cual se lo encuentra?[2] Las dos conferencias comparten por ello una misma estructura. Weber comienza aclarando las condiciones externas de la vocación científica y política —aquellas que resultan de la “burocratización”[3] de la academia y el Estado— para luego detallar sus condiciones internas, subjetivas o existenciales.

Así, “La ciencia como vocación” comienza constatando la “norteamericanización” de la organización del trabajo y las prácticas de empleo y promoción de las universidades alemanas. En la práctica, eso significaba que quien quisiera seguir una carrera académica debía estar dispuesto a tolerar una serie de circunstancias capaces de desalentar al más convencido amante de la verdad: precarias condiciones de trabajo en los escalafones más bajos de la jerarquía universitaria; promociones académicas basadas en factores azarosos y extra-científicos (como la popularidad de los docentes); bajísima probabilidad de dar con hallazgos o ideas originales a pesar del sudor invertido; el imperativo de la especialización como destino inexorable; y la caducidad inherente a todo logro científico. Todo investigador, aclara Weber, debe trabajar bajo el entendido de que sus eventuales descubrimientos serán marginales, y con la expectativa de que tarde o temprano serán superados. Tales condiciones demandan ser toleradas con pasión, disciplina y entrega a una causa que trasciende la propia individualidad.

Así las cosas, ¿qué sentido puede tener la vocación científica? ¿Qué podría ameritar tal entrega? La respuesta de Weber, relativa a las “condiciones internas” de la vida académica, vuelve aún más severo el test de resiliencia al que somete a su audiencia. Porque la ciencia —a diferencia del pasado, y a causa de su propio progreso— es impotente para responder a la pregunta por el sentido. La ciencia, sostiene Weber, presupone determinados valores, como la dominación técnica de la naturaleza. Pero no puede fundarlos. No está llamada a zanjar los conflictos entre valores, ni por tanto a fundar la política sobre bases objetivas. Todo lo que la ciencia puede ofrecer es claridad(y no evidencia) respecto a los valores últimos: un saber sobre los medios necesarios para alcanzarlos y sobre las consecuencias implicadas en su adopción. En la medida que ofrece claridad sobre las condiciones e implicancias de la vida académica —y nada más— la conferencia misma ejemplifica la vocación científica que Weber postula.  

En el caso de “La política como vocación”, las condiciones externas remiten también al proceso de burocratización que marca el devenir histórico de Occidente. La vida política moderna, aclara Weber, se desenvuelve inevitablemente en torno al Estado, cuya administración se funda en la dominación que ejercen leyes, normas, y estatutos eminentemente impersonales. La máquina burocrática se rige por la obediencia al cargo, y por la calculabilidad y predictibilidad de los procedimientos; todo ello “sin consideraciones personales”. Los partidos políticos también se organizan burocráticamente como empresas para la captación de votos, indiferentes al contenido ideológico sustantivo que la máquina debiese servir.

Para Weber, la vocación política implica en cambio una lucha de ideologías que no puede zanjarse apelando a las reglas o estándares técnicos del burócrata. Lo político acontece como conflicto “personal” entre valores últimos, y requiere por tanto de líderes carismáticos entregados a una causa. El político enfrenta entonces el desafío mayúsculo de preservar su espacio de acción de cara a un aparato burocrático que, por su propia naturaleza, es hostil a cualquier consideración valorativa que no sea la eficiencia. Por otro lado, la dimensión interna de la política está condicionada por la tensión y complementariedad entre la entrega personal a una causa política y la madurez necesaria para asumir las consecuencias, intencionadas o no, de la propia acción (entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad).

La política, insiste Weber, implica en último término el uso del poder y la violencia, y ese “pacto con el diablo” vuelve ilusoria cualquier pretensión moralizante en la lucha por imponer los propios valores. “Solo quien está seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; solo quien frente a todo esto es capaz de responder con un ‘sin embargo’; solo un hombre de esta forma construido tiene ‘vocación’ para la política”[4]. Ese es el test del amor fati con que Weber concluye su segunda intervención.

A cien años de estas conferencias, valdría la pena poner al día el diagnóstico weberiano sobre las condiciones, externas e internas, de la vocación académica y política. Muchas de las circunstancias que Weber identificó parecen conservar su vigencia: la creciente especialización y relativa precarización de la vida académica, la impotencia normativa de las ciencias (patente hoy ante la crisis climática), la impersonalidad del aparato estatal, la maquinización de la política o el “buenismo” de izquierdas y derechas. Otras condiciones son inéditas, como la hegemonía de los estándares métricos de productividad académica, la dura competencia por acceder a fuentes de financiamiento para la investigación, la mediatización de la política vía redes sociales y la concomitante trivialización de las luchas ideológicas.

La prueba a la que Weber sometió a su audiencia de universitarios en Múnich sigue interpelándonos. No es, ciertamente, un test fácil de aprobar. Para quienes, ayer y hoy, no están dispuestos a hacer este pacto con el mundo, la alternativa esbozada por Weber, aun cuando no haya sido la suya propia, no deja de ser significativa: “A quienes no puedan soportar virilmente este destino de nuestro tiempo hay que decirles que vuelvan en silencio, llana y sencillamente, y sin la triste publicidad habitual de los renegados, al ancho y piadoso seno de las viejas Iglesias, que no habrán de ponerles dificultades. Es inevitable que de uno u otro modo tengan que hacer allí el ‘sacrificio del intelecto’. No se lo reprocharemos si de veras lo consiguen. Tal sacrificio hecho en aras de la entrega religiosa sin condiciones es éticamente muy otra cosa que ese olvido de la simple probidad intelectual que se produce cuando alguien no tiene ánimo bastante para darse cuenta de su propia postura básica y se facilita a sí mismo esa obligación por el camino fácil de relativizarla”[5].

Beltrán Undurraga es sociólogo y licenciado en filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile, y doctor en Ciencia Política por la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA). Es profesor asistente del Instituto de Sociología de la PUC, donde enseña teoría social y filosofía. Su investigación se centra en las relaciones entre tecnociencia, política y sociedad.


[1] Max Weber, El político y el científico (Madrid: Alianza Editorial, 1967).

[2] Hacia el final de su vida, Weber reconoció a un estudiante que “uno puede medir la integridad de un académico moderno, y especialmente la de un filósofo moderno, por la manera en que concibe su relación con Nietzsche y Marx… El mundo en que existimos es, intelectualmente, un mundo en gran medida estampado por Marx y Nietzsche”. En Wolfgang Mommsen, The Political and Social Theory of Max Weber (Cambridge: Polity, 1992), 54. Así como la influencia de Marx en La ética protestante y el espíritu del capitalismo es incontestable, es la impronta de Nietzsche la que anima las conferencias aquí reseñadas.

[3] En nuestro contexto es fácil malentender el sentido que Weber le da a la burocracia, donde la devoción al procedimiento es sinónimo de agilidad y aptitud. La noción weberiana refiere a una máquina técnicamente eficiente, distinta a las asociaciones que el término tiene en nuestro imaginario, más bien asociado a la lentitud, y tan bien expresado cuando Mafalda llama a su tortuga “Burocracia”.

[4] Max Weber, “La política como vocación”, en El político y el científico (Madrid: Alianza, 1967), 180.

[5] Ibid, 232.