Columna publicada el 20.12.19 en La Tercera.

“Los últimos zares” es uno de los recientes éxitos de Netflix. La serie aborda el reinado de Nicolás II y Alejandra, quienes en una seguidilla de malas decisiones llevaron a la debacle a los Romanov y al Imperio Ruso. Aunque ha sido criticada por algunas licencias propias de la ficción, la historia se cuenta con bastante minuciosidad. En un doloroso paralelo, y a más de un siglo de los sucesos, nos puede enseñar qué cosas no hacer con una nación en crisis.

La historia de Nicolás y Alejandra tenía todo para ser un cuento de hadas. Apuestos, ricos y nobles, conducían un país que, con sus contradicciones, tenía poder militar, recursos naturales y una sólida tradición nacional. Sin embargo, la ineptitud política del zar, su falta de carácter para imponerse y, sobre todo, su confianza ciega en malos consejeros, lo hicieron tomar decisiones equivocadas por años. El error de embarcarse en una guerra con Japón, seguir con celebraciones el día de su asunción a pesar de las muertes de miles de campesinos aplastados por las multitudes, o no estar en San Petersburgo cuando explotó la crisis, llevaron al régimen y al zar a perder poco a poco su autoridad y a dejar un vacío de poder. Cualquier paralelo con retóricas de guerra, cambios de gabinete llenos de aplausos o estar comiendo pizza en medio del estallido no pareciera ser pura casualidad.

Volviendo a Rusia: acusado como uno de los grandes responsables de la crisis, Rasputín, un sacerdote con supuestos poderes curativos, se hizo cargo del enfermo primogénito y heredero al trono, Aleksei. Gracias a su carisma y encanto, se transformó en confidente de los zares y, lamentablemente, en quien concentraba las decisiones políticas relevantes.

Las múltiples habilidades del monje, sin embargo, no eran lo que necesitaba el imperio en esos tiempos de crisis (como cuando se necesita más política y menos ortodoxias económicas de la Guerra Fría). Por el contrario, la gran Rusia necesitaba observación, un horizonte para la acción y un ajuste entre su pueblo y sus instituciones. Muchos intentaron deliberar con Nicolás II: políticos profesionales, asesores militares y familiares. Todos tenían noción de cuán poco tiempo quedaba y cómo, a medida que la crisis avanzaba, más difícil sería salir de ella. Todos ellos encontraron en Rasputín una pared inexpugnable, y en el zar una tozudez y ceguera que terminó costando caro. El fin de Rasputín llegó cuando la nobleza, desesperada, conjuró en su contra y lo asesinó brutalmente.

Los paralelos no siempre sirven para evaluar una crisis, pues cada situación histórica es única e incomparable. Sin embargo, “Los últimos zares” dejan clara una cosa: en momentos así se necesita lucidez política para salir airosos. Un gobierno, si quiere preservar el orden que le han confiado, debe ser fiel a ciertos principios e instituciones, no a lealtades mal entendidas. No importan aquí los años de trabajo en conjunto, sino el cuidado de una democracia que se desgasta a pasos agigantados.