Columna publicada el 16.12.19 en El Mercurio.

El Senado declaró culpable a Andrés Chadwick, que quedó inhabilitado para ejercer cargos públicos por cinco años. Esta decisión marca, sin duda, el fin de una carrera política que revela bien los laberintos de nuestra transición. Después de todo, el exministro del Interior fue una pieza clave en la política de las últimas tres décadas; y su caída es signo del derrumbe de una dirigencia noventera que ha sido absolutamente superada en esta coyuntura. Es cierto que Chadwick terminó siendo el chivo expiatorio de una situación que lo excede, y que está lejos de ser el único responsable. Sin embargo, las reglas son conocidas. La función de un ministro es proteger —sin llorar— al Presidente, y quien no lo entienda, comprende poco de este juego. Incluso podría decirse que el precio a pagar fue moderado, si recordamos cuán profundo fue el estallido.

Andrés Chadwick Piñera pertenece a esa primera camada de diputados que la UDI eligió de la mano de Jaime Guzmán, hace exactos 30 años, en diciembre de 1989. Junto con Pablo Longueira, Juan Antonio Coloma, Patricio Melero, Carlos Bombal y Jaime Orpis —entre otros—, el grupo llegó al primer Congreso posdictadura, y se convirtió en articulador fundamental de la naciente democracia. El lote estuvo presente en todas las negociaciones importantes, rozó la gloria en 1999 con Joaquín Lavín, transformó a la UDI en una potente máquina electoral, y ocupó espacios de poder relevantes en la primera administración de Sebastián Piñera. En ese sentido, su caída es la caída de una UDI que no encuentra su lugar en el mundo, presionada entre el discurso duro de José Antonio Kast, el reformismo de Mario Desbordes y el progresismo de Evópoli. ¿Qué espacio puede tener el gremialismo en ese contexto? ¿Qué queda del discurso UDI en la actualidad, más allá de la defensa de intereses corporativos? El mundo de Chadwick nunca ofreció una respuesta a estas interrogantes, prefiriendo la comodidad del status quo, cuyas consecuencias estamos pagando. El esfuerzo final por canonizar a Chadwick solo confirma que el partido fundado por Guzmán está más extraviado que nunca.

Ahora bien, aquí ha fenecido también el diseño más íntimo del piñerismo. El exministro encarnaba a la perfección los requerimientos de La Moneda, pues reunía dos atributos que nadie más tiene: vasta experiencia política y cercanía personal con el mandatario. Es sabido que el Presidente desconfía de los políticos profesionales, que no son admitidos en su primer círculo, y Chadwick era la excepción que confirmaba la regla. El gran desafío que enfrenta hoy el piñerismo es precisamente la necesidad de reinventar su modo de hacer política, que antes descansaba sobre los hombros del ex-Mapu.

La caída, además, deja en evidencia otra dificultad: la fastidiosa tendencia del Ejecutivo a tomar todas las decisiones tarde. Así, medidas en principio correctas, o al menos plausibles, pierden todo su valor al no ajustarse a los tiempos. Las capacidades políticas de Andrés Chadwick estaban seriamente dañadas desde el caso Catrillanca, hace más de un año. Todos lo sabían, todos lo comentaban, pero se decidió mantenerlo en su cargo como si nada, perdiendo tiempo muy valioso (en la primera administración, se cometió un error análogo con Rodrigo Hinzpeter). Chadwick solo dio un paso al costado cuando la situación se hizo insostenible, pero sus problemas se arrastraban desde mucho antes. Esa tardanza a la hora de modificar los equipos y adaptar las estrategias explica buena parte de los problemas del Gobierno.

Finalmente, la caída de Chadwick representa también la caída transversal de una generación. Cuando José Miguel Insulza vota por condenarlo, está votando contra sí mismo y su propia historia. Sin los Chadwick, los Insulza sirven de poco y nada. Al margen de su pobre argumentación—invocó sus diferencias con el Gobierno, como si eso bastara para imputar directamente violaciones a los derechos humanos—, Insulza admite con su voto que su mundo está muerto, que no tiene nada más que decir. Al plegarse incondicionalmente a los más radicalizados, los moderados confirman que ya no cumplen ninguna función política relevante. Han decidido suicidarse. Esto puede apreciarse con mayor claridad si consideramos cómo votaron los partidos de la ex-Concertación la acusación contra el Presidente. Salvo muy pocas excepciones, los socialdemócratas se mostraron favorables a la interrupción del período presidencial. ¿Cómo iniciar desde ese extraño lugar un proceso constituyente medianamente sano? ¿No está la centroizquierda alimentando los temores de la derecha, y empujándola a rechazar la alternativa de una nueva Carta Magna?

A pesar de sus méritos, es evidente que los actores de la transición dejaron de hablarle al país: su salida es ineluctable. No obstante, la pregunta que surge es quién y cómo reemplazará esa generación. Dicho en simple, mientras los sectores socialdemócratas sigan aceptando el chantaje moral de la izquierda más dura, nuestro sistema político seguirá bloqueado y encerrado en sí mismo. Nada bueno saldrá de allí.