Columna publicada el 24.12.19 en El Líbero.

Para variar, una clase política ávida de validación externa ha mirado con interés los últimos datos de la encuesta Cadem. Los resultados del informe descriptivo muestran un alto apoyo a la paridad de género en la convención constituyente (92%) y a un nuevo texto constitucional (86%), así como un elevado nivel de conocimiento sobre el plebiscito de abril (91%). La encuesta también mide las expectativas sobre el cambio constitucional más allá del proceso, sugiriendo que la ciudadanía espera bastante de la nueva constitución.

En efecto, según la encuesta, más de un 70% de los chilenos piensa que, por un lado, la nueva constitución mejorará el acceso a la educación, salud y pensiones, y por otro, que reducirá la desigualdad. Asimismo, más de un 60% cree que ayudará a terminar con los abusos, mejorará la confianza en las instituciones y permitirá salir de la crisis política; y más del 50% cree que ayudará a mejorar su propia vida en términos económicos, personales y familiares.

La encuesta Cadem es conocida por la cantidad de discusiones que provoca acerca de sus posibles límites y sesgos metodológicos, pero aun eludiendo deliberadamente ese debate, los resultados permiten conjeturar al menos dos intuiciones, que conviene analizar.

La primera es que las expectativas ciudadanas acerca de la nueva constitución son altas, y aunque el cambio constitucional pueda ayudar a destrabar algunos conflictos o hacer posibles determinadas reformas, lo cierto es que la mayoría de dichas expectativas quedarán insatisfechas por un buen tiempo, con o sin nueva constitución. En ese sentido, quienes impulsan el cambio constitucional enfrentan el desafío de moderar las expectativas de la ciudadanía, que puede quedar profundamente frustrada si el proceso no genera los efectos que se le atribuyen. Al mismo tiempo, dicho sector aumenta considerablemente sus probabilidades de impulsar exitosamente el proceso constituyente si esas expectativas suben o se mantienen durante los próximos meses, por lo que se trata de un difícil equilibrio.

En segundo lugar, quienes rechazan el proceso constituyente enfrentan, por así decirlo, el desafío inverso: bajo estas condiciones, el rechazo al proceso constituyente que se gesta en algunos sectores de la derecha puede ser leído por la ciudadanía como una negativa a mejorar la calidad de vida en los distintos aspectos que resalta la encuesta, y en ese sentido bien podría tratarse de una decisión mucho más costosa en términos políticos de lo que sus dirigencias anticipan.

A falta de un nombre mejor, es claro que la discusión política está “constitucionalizada” y que será difícil para los políticos operar fuera de ese marco, sea que se posicionen a favor o en contra del proceso. Al mismo tiempo, es importante recordar que este “optimismo” constitucional convive con una desconfianza persistente en las dirigencias políticas, que son percibidas como el punto cúlmine del amiguismo, el clientelismo y el pituto. En esa medida, esta actitud positiva bien podría ser fluctuante y derrumbarse con facilidad frente a otro escándalo, dañando sustancialmente la legitimidad de la incipiente constitución o incluso frustrando el proceso. De la clase política depende, entonces, asegurar que el proceso constituyente llegue a buen puerto, y encontrar maneras más eficaces de canalizar las expectativas y el descontento. Sin lograr eso, no hay constitución que aguante.