Columna publicada el 16.12.19 en The Clinic.

Si una frase se ha repetido como mantra en las últimas semanas, es que el estallido social nos está trayendo de vuelta a Latinoamérica. El economista Sebastián Edwards, por ejemplo, dijo hace unos días en una entrevista que “no solo hemos regresado a América Latina, sino que nos vamos a quedar en América Latina”. Axel Kaiser y otros liberales de distinto cuño también han aparecido con frases similares.  

Al igual que esos vecinos que miran por debajo del hombro a todo el barrio, y que a la primera oportunidad niegan de dónde vienen, nuestros ciudadanos del mundo viven con la eterna frustración de convertir a Chile en el paraíso europeo que nunca podrá ser. Muchos de ellos llevan años esforzándose para hacernos creer que no tenemos nada en común con el resto del vecindario y que por un error casi cósmico nuestro país está ubicado en Latinoamérica. 

Con el estallido, sus expectativas se han echado por tierra, y hemos vuelto una vez más a mostrar la hilacha, esa que siempre quisieron disimular con sus amigos del primero mundo. Pero el esfuerzo por ocultar parte de nuestra identidad ha sido largo y no se circunscribe solo a esta crisis. Según algunos chilenos cosmopolitas, desde hace décadas hay manifestaciones en nuestra cultura que reflejan un atraso que debe ser superado. Una de ellas sería la religiosidad popular, cuya última expresión, arrolladora, fueron las peregrinaciones de hace dos semanas al Santuario de Lo Vásquez, en las que participaron casi 800.000 personas. 

El silencio frente a la masividad de esta fiesta religiosa muestra la indiferencia de nuestros ciudadanos del mundo con la pertenencia de Chile a América Latina. A sus ojos, la piedad popular, un elemento muy propio de nuestro continente, les queda bien a los vecinos subdesarrollados, pero no a nosotros. Así, con su clásico arribismo, los cosmopolitas se enrabian cuando el 8 de diciembre cierran la ruta 68 para que la gente camine a hacerle mandas a Dios (¡¿qué dirían nuestros amigos de la OCDE si se enteraran?!). Sin embargo, este tipo de fiestas nos ponen de frente con la realidad –triste para ellos– de que somos más Bolivia que Suiza, y que no sacamos nada con seguir creyéndonos cuasi nórdicos.  

Lo anterior se cruza con una visión particular del desarrollo, que está extendida en los países del primer mundo y que ha permeado en quienes los ven como el único modelo para salir de la crisis actual. El progreso, dicen ellos, debe ser secular. Por tanto, las manifestaciones intensas y numerosas de piedad popular –como Lo Vásquez– serían la prueba de que nuestro país aún camina por la vereda equivocada de la historia y que, a pesar de los años de crecimiento y globalización, no ha sido capaz de zafar de sus ataduras coloniales.

Ahora bien, promover la secularización como condición necesaria para el desarrollo es una posición que puede ser algo inconsistente, pues muchos de sus defensores suelen actuar como fervientes religiosos, que solo cambian a unos dioses por otros. Si antes la salvación del hombre se encontraba en el Dios de los católicos, hoy las esperanzas están puestas en el Estado, el mercado o el universo (que puede decretar lo que nosotros le pidamos). Si hace algunas décadas los dogmas cristianos ordenaban la sociedad, hoy son los del liberalismo económico, político y cultural. Y a pesar de la supuesta lejanía con las formas religiosas, en nuestra época también tenemos algunos que actúan como profetas. 

Una de las grandes discusiones teóricas de las últimas décadas, tiene que ver precisamente con el valor que le otorgamos a aquello que nos precede: religiones, tradiciones y herencias culturales. En el último libro del IES, Primera persona singular. Reflexiones en torno al individualismo, Josefina Araos y Santiago Ortúzar abordan este problema y concluyen que juzgar todo lo recibido como una carga que debemos soltar para ser libres nos tiene sumidos en una profunda carencia de sentido. 

Si nuestras élites cosmopolitas quieren ayudar a resolver la crisis actual, deben intentar comprender los valores que inspiraron a las generaciones de nuestros padres y abuelos. Erradicar de cuajo lo que ellos nos legaron –como la religiosidad popular– para imponer las cosmovisiones del primer mundo solo provocará más distancia con una ciudadanía que, como dice la filósofa francesa Chantal Delsol, encuentra su razón de ser en el arraigo a las tradiciones y particularidades de su entorno.  

No olvidemos que hace unos días, en medio de la crisis y el calor, caminaron al Santuario de Lo Vásquez una cantidad de personas similar a las manifestaciones más masivas en Plaza Italia.