Columna publicada el 16.11.19 en La Tercera.

Hay dos constituciones: la histórica y la política. La primera es la realidad sociológica de las naciones. La segunda es su carta fundamental, que organiza los poderes del Estado. Ambas se empujan mutuamente: la vida social se encauza a través de la forma política, a la vez que la va modificando. La reforma oportuna, repetía Burke, es el modo por el cual este proceso se lleva adelante de manera armónica. Si ella falta, el cauce político puede terminar reventando por los aires. Eso fue, en parte, lo que nos pasó: nuestra estructura social cambió radicalmente los últimos 30 años, pero no así nuestras instituciones, que terminaron por reventar.

Nuestra clase política actual, hundida solo ayer en el desprestigio, logró en poco tiempo lo que sus pares de comienzos de los 70 no fueron capaces: reconducir ese estallido por caminos políticos. Muchos de sus miembros vivieron ayer un momento estelar, poniéndose muy, muy por sobre ellos mismos. En tanto, la noche del martes, que fue clave para facilitar este desenlace, será recordada como un símil presidencial de esa extraña tormenta que, en 1978, evitó que Argentina lanzara una invasión sobre las islas del Beagle, generando el espacio para que la mediación papal terminara por evitar una guerra inminente. La paz, en ambos casos, floreció casi como por accidente.

Sin embargo, hay que tener claro que apenas hemos avanzado. La nueva Constitución es, en mayor medida, un paso simbólico dado por un pueblo que ya no se sentía cómodo en la anterior, sin representar un remedio mágico para los problemas que hizo visibles el estallido social. Legalmente hablando, el mismo efecto podría haberse logrado con reformas puntuales, porque la Constitución es solo parte de la solución, y no su totalidad. Hay que ser muy conscientes de esto: ayer la política fue salvada, pero todo el trabajo político está por delante. Las reformas sociales -que son lo más crucial, pues el tejido social no se sana por decreto- siguen pendientes. Las leyes son solo un instrumento, no el fin en sí mismo.

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo dividir las energías entre la reforma social y la constitucional? Aquí es donde nuestro alicaído presidente, quien tiene todavía dos años de gobierno por delante, tiene una nueva -y última- oportunidad para enderezar su gobierno. Es el momento de que La Moneda tome la batuta de las reformas sociales, convocando comisiones y abriendo un diálogo urgente, pero razonado, con distintos actores del mundo político, económico y civil.

La agenda de reformas que debe emerger de este esfuerzo debe ser de corto, mediano y largo plazo. Deben, también, tener una lógica sistémica: lo que debe ofrecerse no son parches, sino cambios estructurales. Esto, porque no solo será necesario agregar beneficios, sino también demandar nuevos esfuerzos a la ciudadanía. Y ambos deben ser presentados al mismo tiempo en la balanza, en vez de como parcelas. Necesitamos un nuevo pacto previsional, un nuevo pacto ambiental, un nuevo pacto de salud, un nuevo pacto burocrático y un nuevo pacto tributario. Nuevos conjuntos de derechos y deberes en cada una de estas áreas, que articulen de manera virtuosa al mundo privado, al público y a la sociedad civil.

Presidente, usted tiene la palabra.