Columna publicada el 08.11.19 en el Diario Financiero.

Un lugar común en el mundo empresarial respecto a quienes protestan es que “quieren todo gratis”. Como en todo, hay algo de razón en eso: los universitarios demandando estudiar gratis serán una vergüenza para Chile al menos hasta que dejen de morir niños en el Sename y de atiborrarse a los presos en las cárceles. Y es verdad, también, que mucha más gente se imagina el gasto fiscal como una piñata infinita que, golpeada con suficiente fuerza, suelta los millones. Nadie puede negar que este elemento egoísta exista.

Sin embargo, hay mucho más. La mayoría de quienes apoyan la protesta son familias trabajadoras para las que la vida se ha vuelto cada vez más cara, sin que a nadie pareciera importarle. Familias que deben soportar vivir en barrios inseguros, trasladarse horas en condiciones de ganado para llegar al trabajo, usar créditos de consumo para llegar a fin de mes y hacerse cargo de abuelos con jubilaciones miserables. ¿Cómo creen ustedes que llegamos a ser el país más estresado, obeso, sedentario, deprimido y suicida de América Latina? Si muchas demandas de la calle les parecen económicamente fantasiosas, hace bien recordar que la desesperación engendra esperanzas fáciles.

Por lo demás, la clase alta, en el ámbito de “quererlo todo gratis” no lo hace mal. Con la excusa de “incentivar la inversión” ha demandado sistemáticamente privilegios a nivel impositivo, medioambiental y laboral que hoy son el combustible de la protesta. Kathya Araujo, una socióloga en cuyos libros puede encontrarse un excelente retrato del origen del estallido social, ha dicho que a los grupos acomodados se les pasó la mano. Y así es. Al “quieren todo gratis” la calle podría responderles: “¡Escoba!”. Y ni hablar de los políticos.

Para peor, muchos empresarios han optado por financiar espadachines a sueldo para convencer a la gente de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Y el resultado ha sido desastroso: no sólo no han convencido a nadie fuera de los círculos de élite, sino que han ensimismado a esos círculos, aislándolos en una fantasía en la que el indignado siempre aparece como tonto o infame. Una anestesia moral deshumanizante, paralizante y peligrosa.

Hoy estamos al borde de convertirnos en otro país fallido de América Latina. Otro donde sus elites se van a hacer su vida a países ricos y sólo vuelven, si es que, para las vacaciones (“la gran Büchi”), y donde el pueblo pasa de caudillo en caudillo, comprando sueños baratos y cosechando pobrezas amargas. Para sellar este destino indigno sólo falta que élites y pueblo se pierdan mutuamente toda fe.

¿Hay otro camino? Sí, por supuesto. Pero requiere de diálogo. De empatía. De escucharnos y agacharnos mutuamente el moño. De asumir que construir un país más decente para todos demanda el esfuerzo proporcional de todos. De dejar de hablar sólo de lo que queremos de Chile, y comenzar a discutir acerca de lo que estamos dispuestos a entregarle. De dejar, en suma, de querer, todos, todo gratis.