Columna de Claudio Alvarado y Pablo Ortúzar publicada el 13.11.19 en El Líbero.

Chile literalmente estalló y en las calles se han visto multitudes como nunca antes desde el retorno a la democracia. Se trata de un movimiento muy heterogéneo y sin orgánica ni voceros; pero que puso sobre la mesa demandas que no podrán seguir ignorándose. El malestar, tan difuso como innegable, el rechazo a los abusos de todo tipo, la distancia entre las élites políticas y la población, los altos niveles de desigualdad social y el déficit de legitimidad de nuestras principales instituciones públicas, entre otros problemas cruciales, deberán enfrentarse con rapidez y firmeza. En este contexto, y tal como se ha dicho en estos días, parece lógico e indispensable avanzar hacia un nuevo pacto social.

Pero, ¿en qué consiste este nuevo pacto? A diferencia de lo que ha intentado instalar una parte de la izquierda, en algo bastante más complicado y ambicioso que una asamblea constituyente (AC). Sin duda es necesario despejar el debate constitucional, enfrentarlo de manera propositiva y sugerir una hoja de ruta al respecto. Sin embargo, las sociedades no existen única ni principalmente por la vía de un contrato. Asumir que una AC transformará el país es una ilusión; es poner la carreta delante de los bueyes y entrar en una espiral de expectativas imposibles de satisfacer. Las leyes deben acompañar las reformas y transformaciones en la medida en que sean necesarias. Son ante todo esas reformas las que pueden dar lugar a un nuevo pacto, y ellas deben ser de corto y mediano plazo. En lo inmediato, urgen medidas simbólicas –sacrificiales– que ayuden a devolver un mínimo de credibilidad a la ciudadanía respecto de las élites y la institucionalidad. Por ejemplo, aprobar cuanto antes la rebaja de las dietas parlamentarias, aumentar las penas y asegurar cárcel efectiva para las colusiones y los delitos económicos de “cuello y corbata”, y generar tramos dentro del IVA que liberen de este impuesto la canasta básica (u otra medida equivalente), asoman como pasos necesarios.

Asimismo, urgen reformas significativas en las áreas que más golpean la vida cotidiana de los chilenos. Acá se juega buena parte del nuevo pacto. Varias alternativas han sido propuestas por diversas entidades durante los últimos años, pero la derecha nunca pareciera haberlas tomado muy en serio. Por ejemplo, en cuanto a la salud, asegurar un plan básico con prestaciones mínimas garantizadas, transformando a las Isapres y relegándolas a la segunda capa de protección, destinando un porcentaje de sus utilidades a financiar la salud de los sectores más vulnerables. En la esfera previsional, terminar con el monopolio de las AFP incorporando otros actores al sistema, sin descartar una AFP estatal ni organizaciones sin fines de lucro. Además, distinguir entre la tercera y cuarta edad, financiando esta última con un seguro solidario. En el campo laboral, incentivar mecanismos de participación en las utilidades por parte de los trabajadores. En cuanto al transporte público, generar un sistema de tarifas que permita que, a mayor uso, se pague menos por viaje, beneficiando a los trabajadores que lo usan con más frecuencia.

Esas y otras reformas son estructurales, pero no requieren una AC ni un reemplazo total del texto constitucional vigente. Ciertamente, un cambio a la Constitución puede formar parte de las medidas de mediano y largo plazo, pero sería un error identificar y reducir el nuevo pacto a este ámbito. Él exige nuevas instituciones, prácticas y espacios locales de participación hacia los cuales podemos avanzar sin rehacer por completo el orden constitucional. En cambio, priorizar exclusivamente esta agenda no ayudaría a resolver las experiencias de excesiva desigualdad y abuso, y confirmaría el ensimismamiento y desconexión de las élites. Llevaría a retrasar lo fundamental y aumentaría la sensación de que la dirigencia política privilegia la abstracción ideológica a los cambios concretos. Además, una AC, como todo órgano representativo, estaría expuesta a las mismas críticas que afectan al Congreso, perdiendo valioso tiempo y prometiendo «derechos sociales» que no podrán cumplirse. Pasaríamos años sin avanzar al nuevo pacto social que tanto apremia.

Hoy se necesitan políticos que asuman sus responsabilidades y canalicen el conflicto, no dirigentes que abdiquen de sus deberes bajo la utopía de un momento estrictamente refundacional. Una refundación de esa índole siempre es violenta y, por lo mismo, la democracia nunca podrá ofrecerla. Pero si el reformismo no llega a tiempo, los afanes revolucionarios se vuelven más populares y plausibles. Como ha quedado claro, ese es precisamente el riesgo que enfrentamos.